Estoy contento y quiero compartir esta alegría con ustedes.
He publicado mi libro: "Del mapa escolar al territorio educativo: disoñando la escuela desde la educación", Santiago: Editorial Nueva Mirada, 2007
El diseño lo hizo mi hija, Carla, lo que aumenta mi alegría.
El libro estará a la venta en las librerías chilenas y en www.lom.cl
Publicación del libro: "Del mapa escolar al territorio educativo: disoñando la escuela desde la educación"
Lanzamiento del libro en la Universidad de La Serena
El lanzamiento del libro se realizó en el Centro de Extensión de la Universidad de La Serena, el Lunes 5 de Noviembre.
Hicieron la presentación, la académica de la Universidad de La Serena y la Universidad Santo Tomás, Silvia López de Maturana, y el editor Alejandro Abufom.
Encuentran más información en:
Lanzamiento del libro en la Universidad Central, Santiago
El Jueves 8 de Noviembre lanzamos mi libro en la Facultad de Educación de la Universidad Central en Santiago. Hicieron la presentación: Luis Alfredo Espinoza y Jorge Osorio.
En la foto, de izquierda a derecha:
- Jorge Osorio, Director Ejecutivo, Fundación Ciudadana Para Las Américas;
- Selma Simonstein, Decana de la Facultad de Educación, de la Universidad Central,
- Viola Soto, Premio Nacional de Educación, 1991;
- Carlos Calvo, autor del libro, y
- Luis Alfredo Espinoza, Director, Escuela de Educación General Básica, Universidad Central.
Sobre el contenido del libro "Del mapa escolar al territorio educativo: disoñando la escuela desde la educación"
En la contratapa del libro escribo:
La escuela ha extraviado, si no perdido su vocación educativa. Las reformas escolares poco avanzan en sus propósitos, a pesar de los esfuerzos bien intencionados, pero paradigmáticamente mal sustentados. La cultura escolar persuade a los profesores de que enseñar es engorroso y agotador, al tiempo que convence a los estudiantes de que aprender es difícil y complicado. El fracaso escolar se retroalimenta de esas fuentes. Así, la mayoría de los estudiantes aprenden que no puede aprender.
La persuasión escolar es tan potente que encandila a la comunidad educativa impidiéndole justipreciar la calidad de las relaciones que los estudiantes crean y recrean constantemente en situaciones educativas informales no escolarizadas, tal como el aprendizaje de la lengua materna, que la aprenden tan bien como se usa en su comunidad, con todos sus giros, silencios, implicaciones, sobreentendidos, etc. La cultura escolar oficial rotula a estos aprendizajes como limitados e insuficientes. Esto es verdadero, porque todo aprendizaje lo es; sin embargo, yerra cuando no descubre la complejidad que encierran las relaciones entre relaciones que el estudiante realiza sin mayor esfuerzo ni complicacion, ni la fuerza que les anima.
Les invito a disoñar –diseñando vuestros sueños- la escuela actual para que deje de ser aquella institución donde la mayoría no aprende ni es feliz. Para recrearla, les exhorto a des-escolarizarla, concibiéndola desde una perspectiva epistemológica diferente a la vigente, para que no ahogue la propensión a aprender propia del ser humano.
Bibliotecas en INTERNET
Gracias a la labor de much@s personas contamos en INTERNET con diversas bibliotecas digitales que nos permiten acceder a excelentes libros de manera gratuita.
Visiten y disfruten:
- Sobre el pensamiento complejo
- Universidad ARCIS, Escuela de Filosofía, Biblioteca electrónica
- ESNIPS (libros de Paulo Freire y de otros autores)
- CREFAL - Centro de Cooperación Regional para la Educación de Adultos en América Latina y el Caribe
- http://www.crefal.edu.mx/biblioteca_digital/
- Revista Horizontes Educacionales, Universidad del Bio Bio, Chile
- http://www.ubiobio.cl/revistahorizontes/
- Cinta de Moebius - Revista de Epistemología de Ciencias Sociales, Universidad de Chile, Chile
- http://www.moebio.uchile.cl/
- Enlace de Bibliotecas Digitales
- Biblioteca Virtual
- Biblioteca Proyecto INACAYAL
- Biblioteca "complementaria" del Proyecto INACAYAL
- Bibliotecas virtuales
- Linkeo de libros
Pablo Latapí - Conferencia al recibir Doctorado Honoris Causa en la Universidad Autónoma Metropolitana de México
REICE - Revista Electrónica Iberoamericana sobre Calidad, Eficacia y Cambio en Educación, 2007, Vol. 5, No. 3
Conferencia Magistral de Pablo Latapí Sarre al recibir el Doctorado Honoris Causa por la Universidad Autónoma Metropolitana de México
20 de Febrero de 2007
Dr. José Lema Labadie, Rector General
Rectores de las Unidades de Azcapotzalco, Cuajimalpa, Iztapalapa y Xochimilco
Distinguidos miembros del Colegio Académico
Profesores, Investigadores y Estudiantes de esta Universidad
Distinguidos Invitados
Amigos:
En el lenguaje sugerente y evocador de los símbolos, la Universidad Autónoma Metropolitana emite hoy un mensaje, a través de la distinción máxima que puede otorgar: mensaje que expresa su reconocimiento a mi trayectoria académica y a la investigación educativa del país que de alguna manera hoy represento ante Ustedes; mensaje que expresa también su voluntad de hacer manifiesta la afinidad de sus valores institucionales con aquéllos que han inspirado mi obra. Recibo y agradezco, profundamente emocionado, esta honrosa distinción.
Entiendo este doctorado como un reconocimiento a un esfuerzo colectivo, mío y de otros muchos colegas, a lo largo de cuarenta años, por abrir un nuevo campo de investigación, el de la investigación educativa en México; formar a sus investigadores y consolidar sus instituciones. Como ha señalado el Rector Adrián De Garay en la generosa presentación que se ha hecho de mi persona, me correspondió iniciar un proceso que ha madurado al dar carta de ciudadanía a las investigaciones sobre la educación, entendiendo ésta como el punto de encuentro de numerosas disciplinas.
En este proceso me han acompañado muchos investigadores (a quienes no menciono por sus nombres para no incurrir en omisiones), por lo que considero justo hacer extensiva la distinción que hoy recibo a todos ellos, muchos de los cuales están aquí presentes. Sin sus contribuciones, el proceso de construir la investigación educativa como hoy la conocemos en México no se hubiera dado.
Una referencia especial debo hacer a los investigadores de la educación que trabajan en las cuatro Unidades de esta Universidad: son muchos efectivamente –y muy apreciados en nuestro gremio- los miembros de la UAM que se dedican a esclarecer los problemas de la educación del país; para todos ellos este doctorado constituye también un merecido reconocimiento y un signo de la voluntad de esta Casa de Estudios de fortalecer la investigación educativa y de intensificar su presencia institucional en la formulación de las políticas educativas nacionales.
Quiero también agradecer a mi institución, el CESU –ahora Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación- de la Universidad Nacional Autónoma de México, los muy valiosos apoyos que me ha brindado en el desarrollo de mis actividades académicas; aprecio especialmente el clima de libertad académica, confianza y compañerismo que en él prevalece. (p. 210)
Y como los logros de la vida académica son inseparables de las coordenadas más amplias en que nos realizamos los seres humanos, deseo hacer, en esta importante ocasión, un cariñoso reconocimiento a mi esposa María Matilde: durante treinta años ella me ha acompañado cotidianamente en todos mis pasos; y –lo que es más- ambos construimos juntos nuestras certezas y nuestras respuestas, desde la fe que compartimos, a las preguntas últimas de la vida humana. Por todo esto, María Matilde, este Doctorado es también tuyo. Se me ha pedido pronunciar una conferencia magistral en esta solemne ocasión, que sea un mensaje a esta comunidad universitaria –sus autoridades, profesores, investigadores, estudiantes y trabajadores-. Lo considero un gran privilegio y me propongo compartir con Ustedes algunas reflexiones sobre los riesgos que enfrentan hoy las Universidades mexicanas. Son preocupaciones personales, críticas, que pueden entenderse como advertencias o señales de alerta. No todos estarán de acuerdo con ellas, desde luego –la Universidad es una institución hecha para la disidencia-; ruego respetuosamente a quienes no las compartan considerarlas al menos como proposiciones que merecen discutirse.
Las Universidades del país viven hoy transiciones difíciles. Las presiones demográficas y sociales, las exigencias políticas, las angustias presupuestales, los cambios culturales y educativos y sobre todo los retos de la economía nacional e internacional, las abruman y las enfrentan a decisiones nada fáciles. Se les exige calidad, se las obliga a modernizarse, a ser eficientes, a preparar los cuadros que requiere el mercado, a desarrollar una cultura empresarial, a innovar en sus métodos pedagógicos y en sus procesos de gestión, a evaluarse y acreditarse sobre bases sólidas; y se les propone la “sociedad del conocimiento” como el paradigma obligado del futuro: si el conocimiento es –y lo será cada vez más- el eje vertebrador de las economías globalizadas, corresponde a los sistemas educativos y sobre todo a las universidades generar, proveer y distribuir ese conocimiento indispensable. Ustedes–funcionarios, profesores y estudiantes- conocen mejor que yo lo que implican estos retos y sufren todos los días en carne propia sus consecuencias.
Mi mensaje hoy consistirá en plantear cuatro preocupaciones críticas ante algunos equívocos que están provocando estos retos, preocupaciones que surgen de mi manera personal de entender lo que es la educación y lo que es la Universidad, de una “filosofía educativa” (si queremos llamarla así) que he construido a lo largo de mi vida.
Primera preocupación: El Objetivo de la “Excelencia”
Hoy se proclama como obligatorio para las Universidades el ideal de la “excelencia”: la institución debe ser excelente, los programas de formación y los profesores también; y los estudiantes deben aspirar a ser excelentes y a demostrarlo.
Permítanme decirles que considero este ideal de la excelencia una aberración. “Excelente” es el superlativo de “bueno”; excelente es el que “excellit”, el que sobresale como único sobre todos los demás, en la práctica el perfecto. En el ámbito educativo, hablar de excelencia sería legítimo si significara un proceso gradual de mejoramiento, pero es atroz si significa perfección. Educar siempre ha significado crecimiento, desarrollo de capacidades, maduración, y una buena educación debe dejar una disposición permanente a seguirse superando; pero ninguna filosofía educativa había tenido antes la ilusoria pretensión de proponerse hacer hombres perfectos. (p. 211)
Yo creo que la excelencia no es virtud; prefiero, con el poeta, pensar que “no importa llegar primero, sino llegar todos, y a tiempo”. El propósito de ser excelente conlleva la trampa de una secreta arrogancia. Mejores sí podemos y debemos ser; perfectos no. Lo que una pedagogía sana debe procurar es incitarnos a desarrollar nuestros talentos, preocupándonos por que sirvan a los demás.
Querer ser perfecto desemboca en el narcisismo y el egoísmo. Si somos mejores que otros –y todos lo somos en algún aspecto- debemos hacernos perdonar nuestra superioridad, lo que lograremos si compartimos con los demás nuestra propia vulnerabilidad y ponemos nuestras capacidades a su servicio.
Sobre este tema escribí alguna vez: “La perfección no es humana. Somos esencialmente vulnerables; nuestra contingencia acompaña todos nuestros pasos y debiéramos sentirnos siempre prescindibles. Somos ida y regreso entre anhelo y desilusión, mezcla de mal y bien, ensayo muchas veces fallido. Vivimos unos cuantos instantes espléndidos para regresar a la comprobación reiterada de que el Bien absoluto nos queda grande. Por esto es buena la historia y son buenos los clásicos: nos acercan a la maravilla de nuestra imperfección consustancial”. (Fin de la cita).
A los 85 años Jorge Luis Borges escribió: “Si pudiera vivir nuevamente mi vida/ en la próxima trataría de cometer más errores./ No intentaría ser tan perfecto/ me relajaría más, sería más tonto de lo que he sido.../ Si pudiera volver a vivir viajaría más liviano./ Si pudiera volver a vivir comenzaría a andar descalzo a principios de la primavera/ y seguiría así hasta concluir el otoño...” (Fin de la cita).
La antinomia de ser mejor sin por ello separarnos de los otros, de ser fuertes sin por ello usar el poder para oprimir, de ser seguros sin por ello ser arrogantes, seguirá siendo un reto educativo difícil, siempre irresuelto, como tantos otros retos propios de nuestra condición humana que nos obliga a caminar por desfiladeros donde nos acechan precipicios por ambos lados. No demos, por tanto, medallas de excelencia a nadie; esas medallas ocultan muchas veces un corazón perverso.
Formemos a nuestros estudiantes en la realidad. Invitémoslos a desarrollar su autoestima y a ser mejores y a madurar, pero asumiendo siempre su riesgosa condición humana, y a estrechar lazos solidarios con todos, sobre todo con los más débiles.
Segunda preocupación: la definición de calidad de la educación
Lo anterior nos lleva directamente al tema más vasto de la calidad. Las Universidades de todo el mundo, también las nuestras, están hoy presionadas por la exigencia de calidad; el problema es que, al parecer, nadie cuenta con una definición de calidad plenamente convincente. Se han identificado factores que indiscutiblemente influyen en lograr una mejor educación, tanto en la infraestructura como en los programas y en los métodos de enseñanza, y se aplican medidas para reforzar estos factores. A contrario, se conocen las malas prácticas que impiden la calidad. Algunos identifican ésta con los resultados que obtienen los estudiantes en sus exámenes y juegan con las estadísticas, e incluso se complacen en establecer ordenamientos engañosos de instituciones o programas. El hecho es que carecemos de una definición clara de la calidad que perseguimos y que debemos demostrar, y el debate sigue abierto y probablemente seguirá abierto.
A mí me preocupa, primero, que se confunda la calidad con el aprendizaje de conocimientos, lo que simplifica el problema falsamente pues la educación no es sólo conocimiento. Me preocupa también que se establezcan comparaciones de escuelas o instituciones que ignoran las diferencias entre contextos o las circunstancias de los estudiantes, a veces abismalmente distintas. Y me preocupa sobre (p. 212) todo que la calidad educativa se confunda con el “éxito” en el mundo laboral, definido éste por referencia a los valores del sistema.
Es una perversión inculcar a los estudiantes una filosofía del éxito en función de la cual deben aspirar al puesto más alto, al mejor salario y a la posesión de más cosas; es una equivocación pedagógica llevarlos a la competencia despiadada con sus compañeros porque deben ser “triunfadores”. Para que haya triunfadores –me pregunto- ¿no debe haber perdedores pisoteados por el ganador? ¿No somos todos necesariamente y muchas veces perdedores, que, al lado de otros perdedores, debemos compartir con ellos nuestras comunes limitaciones? Críticas semejantes habría que hacer al concepto de “líder” que pregonan los idearios de algunas Universidades, basado en la autocomplacencia, el egoísmo y un profundo menosprecio de los demás. Una educación de calidad, en cambio, será la que nos estimule a ser mejores pero también nos haga comprender que todos estamos necesitados de los demás, que somos “seres-en-el-límite”, a veces triunfadores y a veces perdedores.
Seguramente la baja calidad educativa tiene que ver con una multiplicidad de factores, y estoy de acuerdo en que, para efectos de macroplaneación se la defina, como suele hacerse, por la concurrencia de los cuatro criterios tradicionales del desarrollo de un sistema educativo: eficacia, eficiencia, relevancia y equidad.
Esto dicho y aceptado, quiero sugerir una concepción de la calidad a la que regreso siempre que reflexiono sobre el tema: hablando como educador, creo que la calidad arranca en el plano de lo micro, en la interacción personal y cotidiana del maestro con el alumno y en la actitud que éste desarrolle ante el aprendizaje.
Muchas veces me he preguntado: ¿qué fue lo que hubo en mi educación que yo considero que la hizo, al menos en ciertos momentos, buena o muy buena? ¿Qué hicieron mis educadores –mis padres, maestros, hermanos mayores y compañeros de clase- para que esa educación fuese buena? Si tuviera yo que resumir en una frase mi respuesta, diría que mis educadores me aportaron calidad cuando lograron transmitirme estándares que me invitaban a superarme. Progresivamente, de muchas maneras, en diversas áreas de mi desarrollo humano –en los conocimientos, en las habilidades, en la formación de mis valores,- mis educadores me transmitieron estándares y, además, me incitaron a compararme con esos estándares, a comprender que había algo más arriba, que yo podía dar más, o sea, me ayudaron a formarme un hábito razonable de autoexigencia.
Muchos años después vine a saber que ésta era precisamente la definición de calidad que daba Ortega y Gasset: la capacidad de exigirnos más. Una educación de calidad es, por tanto, para mí, la que forma un hábito razonable de autoexigencia. Y digo “razonable” para no caer en un perfeccionismo enfermizo o en un narcisismo destructivo. La búsqueda de ser mejor debe ser razonable, moderada por la solidaridad con los demás, el espíritu de cooperación y el sentido común.
Tendríamos así una definición formal de la calidad educativa; “formal” porque los estándares de mejoramiento pueden aplicarse a asuntos diversos, y las diferentes visiones del mundo y apreciaciones valorales darán contenidos distintos a esta definición formal.
Creo, por tanto, que buscar una educación de calidad no es inventar cosas extravagantes (como llenar las aulas de equipos electrónicos o multiplicar teleconferencias con Premios Nóbel), sino saber regresar a lo esencial. Un ejemplo: un cuaderno de composición de Español, corregido con lápiz rojo, en el que el profesor explica el por qué de cada corrección, está transmitiendo “estándares de superación” y llevando al estudiante a comprender que hay mejores maneras de utilizar el lenguaje, que él puede escribir mejor; y lo motiva para exigirse más. (p. 213)
Esta concepción de la calidad educativa descansa en dos supuestos: que para poder transmitir calidad es necesario reconocerla, y que para poder reconocerla es necesario tenerla. No hay en esto círculos viciosos ni tautologías, sino el reconocimiento de que la educación es en esencia un proceso de interacción entre personas, y de que la calidad depende decisivamente de la del educador.
Los educadores abordamos el problema de la calidad no desde teorías empresariales de la “calidad total” ni desde la preocupación por mejorar nuestra “oferta” comercial para triunfar en la competencia, sino desde perspectivas existenciales más profundas; queremos transmitir a los jóvenes experiencias personales a través de las cuales adquirimos nuestra propia visión de lo que es una vida de calidad, y nos esforzamos por que el estudiante llegue a ser él mismo, un poco mejor cada día, inculcándole un hábito razonable de autoexigencia que lo acompañe siempre.
Al fin de cuentas los educadores sólo transmitimos lo que somos, lo que hemos vivido: algo de sabiduría y algunas virtudes venerables que no pasan de moda: un poco de compasión y solidaridad; respeto, veracidad, sensibilidad a lo bello, lealtad a la justicia, capacidad de indignación y a veces de perdón; y algunos estímulos para que nuestros alumnos descubran su libertad posible y la construyan. Es poco; pero si los jóvenes y las jóvenes recogen estas enseñanzas y si además se toman a sí mismos con sentido del humor, podrán cumplir decorosamente con el cometido de convertirse en hombres y mujeres cultivados, que estén a la altura de hacerse cargo de sí mismos y de los demás.
Tercera preocupación: el conocimiento del que se trata en la “sociedad del conocimiento”
Se propone hoy a las instituciones de enseñanza superior, como dije al principio, asumir el paradigma de la “sociedad del conocimiento” para normar sus transformaciones: ante la globalización ineluctable, ellas deben esmerarse –dice el discurso ortodoxo- en proveer el conocimiento que requieren los países para su desarrollo. Pero no se especifica, por lo general, cuál es ese conocimiento; más bien se da por entendido que se trata sobre todo del conocimiento necesario para conquistar los mercados, o sea el conocimiento práctico, aplicado, el vinculado a la economía, el que produce innovaciones rentables y asegura el éxito en la competencia.
Permítaseme también cuestionar esta gloriosa bandera de la “sociedad del conocimiento” que se hace ondear como ideal obligatorio de toda institución de educación superior, no porque no sea un ideal válido sino porque es incompleto y equívoco. El conocimiento que requieren las sociedades no es sólo el vinculado a la economía; son otros muchos tipos de conocimiento. Las Universidades no existen sólo para crear y promover el conocimiento económicamente útil sino todas las formas de conocer que requiere una sociedad. Por esto sostenemos que ellas son el hogar legítimo de la Filosofía y las Humanidades, de la Historia, del teatro, la poesía y la música; defendemos también el profundo sentido humano de las ciencias naturales; y afirmamos el valor de lo inútil y de lo gratuito como parte de la misión de la Universidad. Por esto también creemos en lo valioso de la convivencia de los diferentes en las comunidades universitarias, tan propia de nuestras universidades públicas. Por tanto, decimos “sí” a la sociedad del conocimiento que incluya la universalidad de los saberes humanos, y advertimos contra la trampa de convertir a las Universidades en fábricas de inventos prácticos; ellas son creaciones del “homo sapiens”, no las reduzcamos a talleres del “homo faber”.
¿Hay que vincularse con las demandas de la economía? Por supuesto. ¿Hay que formar profesionistas competitivos ante los retos de la globalización? Totalmente de acuerdo. ¿Hay que (p. 214)desarrollar investigación aplicada, vinculada a los requerimientos de las empresas? Nadie lo duda, con tal de definir sus condiciones. Pero al enfrentar estas demandas, no hay que olvidar que la Universidad es algo más: no es un apéndice de la empresa, sino una institución responsable de generar, proteger y difundir todos los tipos de conocimiento que requiere el país, también los aparentemente improductivos.
Y quiero decir algo más en relación con este tema: la Universidad actual debiera ser un baluarte contra el devastador proceso de comercialización total al que está llevando la entronización del mercado.
En esta etapa extrema del capitalismo, la globalización está llevando a la mercantilización del mundo. Hoy se consideran mercancías muchos bienes primarios que condicionan la existencia; se vende el agua que nos es indispensable y viene del cielo, se la industrializa, exporta y anuncia; pronto seguirán el aire y el sol. La salud hace mucho que se comercia en un mercado altamente tecnificado.
Hoy se venden los conocimientos tradicionales, patentados por laboratorios transnacionales que se los apropian sin dar crédito a su origen; y se habla con todo rigor de “industrias culturales”, reduciendo obras del espíritu y de la creatividad humana a la categoría de simples mercancías
La dimensión mercantil se extiende ya a todos los dominios de la vida; todos los días surgen nuevas mercancías sutiles, ingeniosas, muchas imaginarias y casi todas prescindibles; ya no son cosas ni servicios; son “commodities”, satisfactores de caprichos, inventos de la publicidad, imágenes virtuales que halagan la vanidad o explotan los miedos o los remordimientos. Todo se vale para vender porque toda venta hace avanzar al capital, aunque sea a costa del sentido común y de nuestra dignidad; y los hombres vamos cayendo, sin darnos cuenta, en redes invisibles de dependencia que disminuyen nuestra libertad.
La cultura de la mercancía va modificando nuestros valores, la conciencia de lo que somos y aun la memoria de lo que fuimos, así como los límites de lo que definimos como posible y deseable.
Hemos perdido aquel antiguo sentido de lo trágico que nos había legado Grecia, con sus mitos, dioses y pasiones. Y ya no sabemos disfrutar de las puestas de sol porque son, todavía, gratuitas.
Al homo mercantilis no le interesan las preguntas de la Esfinge; no ahonda sus enigmas ni se tortura con sus perplejidades; ya no entiende que su plenitud humana requiere, a veces, apostar a una incertidumbre o saltar al ámbito de la generosidad, ámbito que por definición está fuera del mercado y es condenado por él.
Ante esta era de la mercancía total, ante este intento mundial de convertirnos a todos en mercaderes, la Universidad, creo, tiene una misión: no dejarse llevar acríticamente por el juego de las complicidades del mercado –en las carreras que abre, en las investigaciones que emprende o en los servicios que presta- sino alertar contra los abusos de este proceso: las rapacidades que están acabando con la naturaleza y con el planeta y amenazan la maravilla de la vida, las perversiones psicológicas de la publicidad, el poder incontrolado de la TV, y –lo que está en el fondo de todo esto- el afán de lucro por arriba de todo. La Universidad debe promover el rescate de nuestra humanidad disminuida.
Debatamos, por tanto, estas cuestiones al definir las responsabilidades de la Universidad contemporánea. (p. 215)
Cuarta preocupación: romper la prisión del conocimiento racional
Se dice que las Universidades son los templos de la razón. Es verdad, porque en ellas se enseña a pensar y se hace ciencia, se discuten epistemologías y se destruyen prejuicios irracionales.
Sus profesiones y sus investigaciones descansan en el conocimiento, en el conocimiento racional; y el respeto a las reglas de éste es lo que les da su legitimidad.
Me pregunto si no hay, también aquí, un equívoco o una contradicción con la pretensión de la universidad de educar, porque la educación va más allá del conocimiento racional. La educación, para mí, ni empieza ni termina en los territorios de la razón. Abraza otras formas de desarrollo de nuestro espíritu; las que hoy empiezan a vislumbrar las teorías de las inteligencias múltiples y de la inteligencia emocional.
Lo mejor de la educación que yo recibí –y creo haber recibido una educación intelectualmente exigente- fue precisamente lo no-racional, la apertura a dimensiones humanas que considero esenciales: el mundo simbólico y artístico, el ámbito de lo dionisíaco, el orden de la ética que fundamenta la dignidad de nuestra especie, y el de las virtudes humanas fundamentales, sobre todo el respeto a los demás y a la vida. Me horroriza una educación que excluya la compasión, que renuncie a la búsqueda de significados o que cierre las puertas a las posibilidades de la trascendencia.
Releo con frecuencia este verso de Octavio Paz:
“Soy hombre. Duro poco
y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba:
Las estrellas escriben.
Sin entender comprendo: también soy escritura,
y en este mismo instante
Alguien me deletrea.” (fin de la cita)
Las Universidades que nacieron antes de la Ilustración y el Racionalismo y sobrevivirán cuando las influencias de esas épocas den lugar a otras, debieran mantenerse abiertas a otras formas de conocimiento y a los misterios del hombre inexplicado (el “sin entender comprendo...” que decía Octavio Paz). Sería lamentable que entendiesen las “sociedades del conocimiento” como confinadas al conocimiento de la sola razón y olvidasen en su labor educativa los ámbitos poco explorados pero esenciales del desarrollo humano que rebasan lo racional.
Esto nos lleva también a considerar críticamente el concepto de ciencia que prevalece en la Universidad contemporánea, concepto exitoso por los avances vertiginosos de las ciencias y de sus aplicaciones tecnológicas, pero peligroso si se absolutiza como el único conocimiento válido.
Debe hacerse ciencia siguiendo sus reglas y métodos, pero sin olvidar que la verdad científica, siempre provisoria, no rebasa la validez de sus métodos. Es importante tomar conciencia de lo que sabemos pero también de lo que no sabemos, y pedir a las filosofías de la ciencia que nos precisen el alcance y el significado de ésta, a partir de la dialéctica entre lo que sabemos y lo que ignoramos. Es mala la ciencia que destruye el asombro, esa actitud presente en los grandes científicos que suelen ser modestos, alejados de la autosuficiencia, habituados a dudar y a admirar, callar y contemplar. (p. 216)
Entendida así, la ciencia se hace eco de esta sentencia de un rabí jasídico que refiere Martín Buber: “Oíd, oíd, oíd: el mundo está lleno de grandes misterios y de luces formidables que el hombre intenta ocultar con su mano diminuta.”
Sobre esto escribí alguna vez: “Saber que no se sabe conlleva perplejidades que rebasan el plano de la razón y conducen a otras dimensiones de la conciencia: el verdadero científico se sorprende de que, siendo el hombre parte de la naturaleza, pueda pensar la totalidad de esa naturaleza; de que estando destinado a morir, pueda imaginarse trascender; y de que estando sumido en el mal, pueda aspirar a una reconciliación definitiva. El asombro es una apertura de nuestro espíritu hacia formas no-racionales de conocimiento, un puente salvador entre la pequeña verdad científica y verdades quizá absolutas a las que hoy sólo aspiramos.” (Fin de la cita).
Las Universidades debieran profundizar en la naturaleza del conocimiento científico y sus limitaciones: al conocimiento científico que busca explicaciones, hay que añadir el “conocimiento cultural” que busca significados. El primero es –podríamos decir- “computacional”, asume que la actividad fundamental de nuestra mente es procurar información, y que ésta es finita, unívoca, codificable, precisa y sujeta a comprobación. El segundo, el cultural, acepta que nuestra mente no existiría si no fuese por la cultura, y que por tanto lo que conocemos está dado por relaciones de significado, las cuales dependen de los símbolos creados por cada comunidad cultural, empezando por el lenguaje. Por esto la mente humana tiene una naturaleza diferente de la de la computadora más perfecta; puede descubrir y descifrar significados diferentes de un mismo hecho. Su función distintiva es comprender, más allá de la función del conocimiento científico que es explicar.
Un autor, Jerome Bruner (The culture of education, Harvard University Press, 1996), señala perspicazmente que la concepción del conocimiento que está en la base de la ciencia moderna ha resultado en un empobrecimiento de la educación, y quizás está propiciando que nuestra especie se desarrolle en una sola dirección, cercenando posibilidades de su dotación genética y espiritual.
Anotemos estas inquietudes, estas sospechas en nuestra agenda de reflexiones sobre nuestro quehacer como universitarios.
Conclusión
Concluyo. He compartido con Ustedes cuatro preocupaciones personales que atañen hoy a nuestras Universidades y que, a mi juicio, ameritan discutirse: primero, el ideal de la “excelencia” que considero perverso; segundo, los equívocos de la calidad educativa, sugiriendo que enfaticemos la calidad en la interacción maestro-alumno y la centremos en formar hábitos de autoexigencia; tercero, el error de una “sociedad del conocimiento” que contemplara sólo el conocimiento útil a la economía y subordinara la Universidad a la empresa; y cuarto, lo que llamé “la prisión del conocimiento racional”, prisión que hay que romper para abrir la educación a otras dimensiones del ser humano, incluyendo una revisión del sentido del hacer científico.
Al expresar estas preocupaciones he mezclado valoraciones personales que provienen, como dije al principio, de una filosofía de la educación que fui construyendo –sin querer y queriendo- a lo largo de muchos años y en la que creo. No pretendo que todos Ustedes estén de acuerdo con cuanto he dicho; sólo he intentado ofrecer algo de mi experiencia personal para agradecer de alguna manera la distinción que hoy me otorga generosamente esta Universidad. (p. 217)
Los educadores proclamamos que no ha llegado el fin de la historia; que ésta está siempre reiniciándose; que sí hay otras alternativas y que nos toca crearlas. Por esto continuaremos corriendo tras nuestras utopías y experimentando los riesgos de nuestra precaria libertad, que son formas de decir que seguimos teniendo esperanza. (p. 218)
Zen en el arte del tiro con arco
(Bungaku Hakusi)
Zen en el arte del tiro con arco
Traducido del alemán por Juan Jorge Thomas
Introducción de Daisetz T. Suzuki
Supervisado Por Héctor V. Morel
Título del original alemán:
“Zen in der Kunst des Bogenschiessens”
ADVERTENCIA
Este libro no será fácil de leer, como no ha sido fácil de traducir. Han sido inevitables ciertas durezas en el estilo, ciertas extravagancias en el empleo de los vocablos tanto en el original alemán como en nuestra versión, pues es poco menos que imposible expresar con palabras las cosas que con palabras no pueden expresarse.
Una de ellas es el ZEN. Y sin embargo, casi ha llegado a convertirse -igual que el YOGA- en un movimiento de moda. Hasta se han fundado "clubes" de ZEN.
Mayor aberración ya no es posible. Prevenir contra ella ha de ser una de las finalidades de este libro. "El meramente curioso no tiene derecho... El Zen, como toda mística, será comprendido únicamente por un místico que... no sucumbirá a la tentación de obtener en forma subrepticia lo que la experiencia mística le niega". Si el lector tiene siempre presentes estas palabras del autor y si se esfuerza, con humildad en "leer entre líneas", podrá extraer de este opúsculo todo cuanto la simple lectura pueda brindarle. Si desea ir más allá, habrá de entregarse con todo su ser y decir con el salmista:
Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, Así clama por ti, Oh Dios, el alma mía.
J. J. T.
INTRODUCCIÓN
Por DAISETZ T. SUZUKI
Uno de los factores esenciales en la práctica del tiro de arco y de las otras artes que se cultivan en el Japón (y probablemente también en otros países del lejano Oriente), es el hecho de que no entrañan ninguna utilidad. Tampoco están destinadas a brindar goce estético, sino que significan ejercitación de la conciencia que ha de relacionarse con la realidad última. Así pues, el tiro de arco no se realiza tan solo para acertar el blanco; la espada no se blande para derrotar al adversario; el danzarín no baila únicamente con el fin de ejecutar movimientos rítmicos. Ante todo, se trata de armonizar lo consciente con lo inconsciente.
Para ser un verdadero maestro del tiro de arco, no basta dominio técnico.
Se necesita rebasar este aspecto, de suerte que el dominio se convierta en "arte sin artificio", emanado de lo inconsciente.
Respecto del tiro de arco, significa que arquero y blanco dejan de ser dos objetos opuestos, y se transmutan en realidad única. El arquero ya, no está consciente de su yo, como un individuo cuya misión es acertar el blanco. Mas ese estado de no-conciencia lo alcanza sólo si está enteramente libre y desprendido de su yo, si se aúna a la perfección de su destreza técnica. Esto se distingue fundamentalmente de todo progreso que pudiera alcanzarse en el manejo del arco.
Ese algo tan distinto, que pertenece a una muy otra categoría, se llama satori. Es intuición, pero difiere por completo de lo que, por regla general, suele denominarse así. De ahí que le dé el nombre de intuición, prajña. Prajña podría concebirse como "sabiduría trascendental", mas esta expresión tampoco refleja los múltiples matices de la voz prajña, por cuanto se trata de intuición que capta simultáneamente la totalidad e individualidad de todas las cosas. Es intuición que reconoce, sin meditación alguna, que cero es infinito (-) y que infinito es cero (-); y esto no ha de tomarse en sentido simbólico ni matemático, sino como experiencia directamente aprehensible.
Por eso, satori es (hablando en términos psicológicos), hallarse allende los límites del yo. Desde un punto de vista lógico es percepción, de la síntesis de afirmación y negación; en cuanto a su aspecto metafísico, es aprehensión intuitiva de que ser es devenir y devenir es ser.
La diferencia característica entre el Zen y todas las demás doctrinas de índole religiosa, filosófica o mística reside en que jamás desaparece de nuestra vida cotidiana pero, a pesar de toda su aplicabilidad práctica y de toda su "concretez", entraña algo que lo separa de la contaminación y del ajetreo mundano.
He aquí el punto de contacto entre el Zen y el tiro de arco o las demás artes, como esgrima, arreglos florales, ceremonia del té, danza y bellas artes.
El Zen es "la conciencia cotidiana", según la expresión de Baso Matsu (fallecido en 788). Esa "conciencia cotidiana" no es otra cosa que "dormir cuando se tiene sueño; comer cuando se tiene hambre". Apenas reflexionamos, razonamos y formulamos conceptos, lo inconsciente primario se pierde, y surge un pensamiento.
Ya no comemos cuando comemos; ya no dormimos cuando dormimos. Se disparó (3) la flecha, pero no vuela en línea recta hacia el blanco, y éste no está donde debería hallarse.
El hombre es un ser pensante, pero sus grandes obras las realiza cuando no calcula ni piensa. Debemos reconquistar el "candor infantil" a través dé largos años de ejercitación en el arte de olvidarnos de nosotros mismos. Logrado esto, el hombre piensa sin pensar. Piensa como la lluvia que cae del cielo; piensa como las olas que se desplazan en el mar; piensa como las estrellas que iluminan el cielo nocturno, como la verde fronda que brota bajo el tibio viento primaveral. De hecho, él mismo es la lluvia, el mar, las estrella, la fronda.
Una vez qué el hombre haya alcanzado ese estado de evolución "espiritual", será maestro Zen de la vida. No necesita, como el pintor, de lienzo, pinceles ni colores. No necesita, como el arquero, de arco, flecha ni blanco, ni de otros recursos. Se sirve de sus miembros, de su cuerpo, cabeza y órganos. Su vida en el Zen se expresa por medio de todos esos "instrumentos" importantes como manifestaciones suyas. Sus manos y pies son los pinceles. Y todo el universo es el lienzo sobre el cual pintará su vida durante setenta, ochenta y hasta noventa años. El cuadro así pintado se llama "historia".
Hoyen de Gosozan (muerto en 1104) dice: "He aquí ¡un hombre que convierte el vacío del espacio en hoja de papel; las olas del mar, en tintero y el Monte Sumeru en pincel, para escribir estas cinco sílabas: so - shi - sai - rai – i. (1 Estos cinco caracteres chinos significan literalmente: "El motivo del primer Patriarca para venir de occidente". Este tema a menudo es contenido de un mondo. Es como si se preguntara por la esencia del Zen. Comprendido esto, el Zen es este mismo cuerpo.)
A él le doy mi zagu (2 El zagu es uno de los objetos que el monje Zen lleva consigo. Lo extiende delante de él cuando se inclina ante el Buda o el maestro. (4)) y me inclino ante él profundamente." Podría preguntarse qué significa esta manera fantástica de escribir. ¿Por qué es digno de la más alta veneración un hombre capaz de ello? Un maestro del Zen tal vez respondería "Como cuando tengo hambre; duermo cuando estoy cansado." Mas el lector aún estará esperando la respuesta a su pregunta por el arquero.
En este maravilloso libro, el profesor Herrigel, filósofo alemán que residió en el Japón, donde se dedicó a la práctica del tiro de arco, para acercarse a la comprensión del Zen, nos ofrece una iluminada descripción de su propia experiencia. Su manera de expresarse permitirá al lector occidental familiarizarse con ese modo de vivencia oriental tan peculiar y aparentemente inaccesible.
Ipswich, Massachusetts, mayo de 1953.
1
A primera vista, establecer una relación entre el Zen -sea cual fuere el concepto que de éste se tenga- y el tiro de arco ha de parecernos una intolerable degradación. Aunque, con generosa complacencia, aceptáramos para el tiro de arco la denominación de "arte", difícilmente alguien buscará en ese arte otra cosa que una destreza puramente deportiva. En consecuencia esperará un relato sobre hazañas asombrosas de arqueros japoneses que tienen la ventaja de poder inspirarse en una secular tradición nunca interrumpida del todo acerca del manejo del; arco y la flecha. En el lejano Oriente, hace tan sólo pocas generaciones que las armas modernas suplieron a los antiguos medios de combate, por lo menos los utilizados en la guerra.
Pero tal circunstancia no ha impedido, de manera alguna, que la gente continuara ejercitándose en el uso de éstos. Por el contrario, son cada vez más amplios los círculos de adeptos dedicados a esas prácticas.
¿No podrá esperarse, entonces, una descripción del modo peculiar en que el tiro de arco se lleva a cabo hoy en día, en el Japón, como deporte nacional? Nada más lejos de la verdad que precisamente este supuesto. Al tiro de arco, en el sentido tradicional, respetado como arte y honrado como herencia, los japoneses no lo consideran como deporte sino, aunque parezca extraño en un primer momento, como acto ritual. Por ende, el "arte" del tiro de arco no significa para ellos habilidad deportiva cuyo dominio primordialmente físico, sino maestría cuyo origen ha de buscarse en ejercicios espirituales y que tiene por finalidad acertar en lo espiritual. En el fondo, el tirador apunta a sí mismo y tal vez logre acertar en sí mismo.
Sin duda, esto parecerá enigmático. ¿Cómo -se dirá- el tiro de arco, practicado en el pasado para la lucha a muerte, ni siquiera se habría conservado como un verdadero deporte, sino que estaría transformado en un ejercicio espiritual? ¿Para qué se necesitan entonces el arco y la flecha y el blanco? ¿No se reniega con esto del antiguo arte viril y del sentido honesto e inequívoco del tiro de arco, y se lo constituye por algo nebuloso, si no lisa y llanamente fantástico?
Cabe señalar, sin embargo, que el peculiar espíritu de ese arte, desde que no debe ponerse a prueba en luchas sangrientas, se ha manifestado aún más nítida y convincentemente; por espíritu cuyo vínculo con el arco y la flecha no es de reciente data, puesto que ha sido inherente a ellos desde un principio. No se trata de que la tradicional técnica del tiro de arco -después de haber perdido su importancia para el combate- se haya convertido en un placentero pasatiempo carente de seriedad.
La "Doctrina Magna" del tiro de arco nos dice otra cosa. Según ella, ahora como antes es una cuestión de vida o muerte, por cuanto concierne a un enfrentamiento del tirador consigo mismo; y ese modo de oposición no es pobre sustituto, sino el fundamento sustentador de todo enfrentamiento dirigido hacia el exterior -tal vez contra un adversario físico. De modo, pues, que sólo en ese enfrentamiento del arquero consigo mismo se revela la esencia oculta de ese arte, y por ello su enseñanza no detenta nada esencial si prescinde de la aplicación práctica que en su tiempo exigían las lides caballerescas. (5)
Quien se consagra hoy al arte del arco obtiene de la evolución histórica el innegable beneficio de no sucumbir a la tentación de empañar, o simplemente impedir, con la proposición de fines utilitarios, la comprensión de la "Magna Doctrina" por más que se oculte a sí mismo esos fines. Porque, y en esto están de acuerdo los maestros arqueros de todos los tiempos, el acceso está abierto sólo a aquellos que se acercan con el corazón "puro", es decir, libre de segundas intenciones.
Si se pregunta ahora, desde este punto de vista, cómo ven y describen los maestros arqueros japoneses ese enfrentamiento del tirador consigo mismo, su respuesta parecerá más que misteriosa. Porque para ellos, el enfrentamiento consiste en que el arquero apunta a sí mismo -y sin embargo no a sí mismo- y que entonces tal vez haga blanco en sí mismo -y sin embargo no en sí mismo- de modo que será a un tiempo el que asesta y el que es asestado, el que acierta y el que es acertado. 0 bien, para expresarlo con algunos términos muy caros a los maestros arqueros: es preciso que el tirador, pese a todo su hacer, se convierta en centro inmóvil. Entonces surge lo último y lo más excelso el arte deja de ser arte, el tiro deja de ser tiro, será un tiro sin arco ni flecha; el maestro vuelve a ser discípulo; el diestro, principiante; el fin, comienzo; y el comienzo, consumación.
Para el hombre del lejano Oriente, estas oscuras fórmulas son transparentes y familiares. A nosotros, en cambio, sin duda nos dejan perplejos. No nos queda, pues, otro remedio que ir más lejos aún.
Desde hace bastante tiempo ha dejado de ser un secreto, hasta para nosotros los europeos, que las artes japonesas, dada su forma intrínseca, se originan en la raíz común del budismo. Esto vale para el arte de los arqueros en el mismo sentido y la misma medida que para la pintura a la tinta china, para el arte dramático no menos que para la ceremonia del té, para el arreglo floral igual que para el arte de la espada.
Esto significa, en primer lugar, que todas esas artes presuponen -y según su índole cultivan conscientemente- una actitud espiritual que en su forma más elevada es característica del budismo y determina el ser del hombre sacerdotal. Por cierto, no nos referimos al budismo sin más: no se trata del budismo puramente especulativo que, por haberse divulgado en escritos -de supuesta accesibilidad, es el único conocido en Europa, y hasta se pretende comprendido. Nos referimos al budismo "dhyana", llamado "Zen" en el Japón que, en primer lugar, no quiere ser especulación sino vivencia directa de aquello que, como causa sin causa de lo -18- existente, no puede concebirlo el intelecto ni, aun después de las -experiencias más inequívocas e irresistibles, puede ser aprehendido e interpretado: uno lo conoce sin conocerlo.
Con el fin de lograr esas decisivas experiencias, el budismo Zen sigue caminos que, a través de un recogimiento practicado metódicamente, han de conducir al hombre a percibir en lo más profundo de su alma lo inefable que carece de causa y modos, y lo que es más: a unirse con ello.
Con respecto al tiro de arco, esto significa -expresado de manera muy aproximada y, tal vez precisamente por eso pasible de interpretación errónea-, que los ejercicios espirituales a los cuales se debe exclusivamente que la técnica del tiro de arco se convierta en arte y, si se diera, finalmente en arte sin artificio, sean ejercicios místicos. Por eso, el tiro de arco de ninguna manera puede significar un (6) intento de lograr algo exteriormente, con arco y flecha, sino interiormente, con el propio yo. Arco y flecha son, por decirlo así, nada más que pretexto de algo que podría darse también sin ellos; el camino hacia una meta, no la meta misma; ayudas para dar el salto final y decisivo.
Frente a esta circunstancia, nada mejor que poder recurrir a exposiciones de adeptos del Zen, con el fin de profundizar nuestra comprensión del tema. Éstas no faltan, por cierto. Así, por ejemplo. D. T. Suzuki en sus Essays on Zen-Buddhism ha podido demostrar que la cultura japonesa y el Zen están íntimamente interrelacionados, de suerte que las artes japonesas, la actitud espiritual del samurai, el estilo de vida del japonés, su forma de vida moral, estética y hasta cierto punto incluso la intelectual, deben su peculiaridad a ese fundamento zenista. Por eso son poco menos que incomprensibles para quien no esté familiarizado con él.
Las publicaciones de Suzuki, sumamente significativas, así como las indagaciones de otros investigadores japoneses, han despertado un justificado interés. Se admite plenamente que el budismo dyhana=nacido en la India, desarrollado después de profundas transformaciones, hasta alcanzar toda su madurez en la China-, adoptado finalmente y cultivado como tradición viviente aún en nuestros días por el Japón -que ese Zen, pues, es capaz de desencadenar formas insospechadas de la existencia humana cuya comprensión no puede estimarse demasiado.
Mas, pese a todos los esfuerzos de los especialistas del Zen, es innegable que sigue siendo sumamente escaso lo que los europeos hemos podido aprehender hasta ahora de su esencia. Como si se opusiera a toda penetración, nuestras tentativas de explorarlo mediante la intuición y la empatía, a los pocos pasos encuentran obstáculos insalvables. Envuelto en impenetrables tinieblas, el Zén se nos presenta como el enigma más .extraño que la vida espiritual asiática nos propone: insoluble y, no obstante, irresistiblemente atractivo.
La causa de esa penosa impresión de inaccesibilidad ha de buscarse, en cierta manera, en el estilo de cuanto hasta ahora se ha dicho sobre el Zen. Ningún hombre razonable exigirá que el zenista trate ni siquiera de bosquejar las experiencias que lo han liberado y transmutado, la impensable e inexpresable "Verdad" que, en adelante, alimenta su vida. En este sentido, el Zen está emparentado con el puro misticismo contemplativo. Quien no haya tenido experiencias místicas queda excluido, haga lo que hiciere. Esta ley, que rige todo misticismo genuino, no admite excepciones. No se opone a ello el hecho de que existe toda una profusión de textos Zen considerados como sagrados. Mas tienen la peculiaridad de revelar su vivificante la peculiaridad únicamente a quien ya haya realizado todas las experiencias decisivas, de suerte que sea capaz de extraer de aquellos textos la confirmación de lo que, independientemente de ellos, ya posee y es. Para el neófito, en cambio, no sólo permanecen mudos -pues ¿cómo haría para leer entre líneas?- sino que inevitablemente le causarán la más funesta confusión, aunque se les acerque con la mayor delicadeza y se entregue a ellos olvidándose de sí mismo. Por eso, el Zen, como toda mística, será comprendido únicamente un místico, quien por serlo, no sucumbirá a la tentación de obtener en forma subrepticia lo que la experiencia mística le niega.
Por otra parte, el transformado por el Zen y acrisolado por el "Fuego de la Verdad" vive una vida demasiado convincente como piara que se pueda hacer caso omiso de ella. Por lo tanto, no pide mucho quien a impulsos de una afinidad espiritual profundamente sentida, y en búsqueda del acceso a ese poder innombrable que produce tan magna obra --el meramente curioso no tiene derecho a exigir (7) nada- espera que el zenista, por lo menos, describa el camino que conduce hacia la meta. Ningún místico, y en consecuencia ningún zenista, es, después de dar el primer paso, quien será cuando haya consumado su autoperfección. ¡Cuántas cosas no tiene que vencer y dejar atrás hasta que, por fin, tropiece con la verdad! ¡Cuántas veces le atormenta en el camino la desconsoladora sensación de aspirar a lo imposible! Y no obstante, llegará el día en que lo imposible se habrá hecho posible, más aún, natural. Entonces, ¿no podrá concebirse la esperanza de que la esmerada descripción de tan larga y fatigosa senda, por lo menos, nos permita preguntarnos si en verdad nos atreveremos a seguirla?
Más tales descripciones del camino y de sus estaciones faltan casi por completo en la literatura zenista. Esto se debe, por una parte, a que el adepto del Zen se niega rotundamente a ofrecer una especie de manual de instrucciones para alcanzar la bienaventuranza, pues sabe por propia experiencia que nadie puede iniciarse en ese camino sin la concienzuda dirección de un experimentado preceptor, ni recorrerlo hasta el final sin la ayuda de un maestro. Pero no menos decisivo es, por la otra, que sus vivencias, victorias y transmutaciones, mientras sigan siendo "suyas", han de ser vencidas y transmutadas una y otra vez, hasta tanto todo lo suyo esté aniquilado. Sólo así se echa la base para las experiencias que, como "Verdad universal", lo despiertan a una vida que ya no es su vida cotidiana y personal.
Vive sin que siga siendo él quien vive.
Desde este punto de vista se comprenderá por qué el zenista evita hablar de sí mismo y, por ende, de su evolución. No porque lo considere como una garrulería inmodesta, sino lisa y llanamente como una traición al Zen. La sola decisión de decir algo acerca del Zen le exige un serio examen de conciencia. Cual grave advertencia tiene ante sí el recuerdo de uno de los más grandes maestros que, interrogado por la naturaleza del Zen, guardó silencio, inmutable como si no hubiera Escuchado la pregunta. Y entonces, ¿es concebible que el zenista habría de sucumbir a la tentación de rendir cuentas acerca de sí mismo, de lo que ha arrojado de sí y que no echa ya de menos?
Frente a esta situación sería irresponsable de mi parte conformarme con seguir ofreciendo fórmulas paradojales y tratar de salir bien librado con rimbombantes palabras: mi propósito es hacer relucir la esencia del Zen a través de la manera en que obra en una de las artes acuñadas por él. Es cierto que ese relucir aún no es iluminación, en la acepción del término tan fundamental para el Zen pero por lo menos insinúa la presencia de algo que, como detrás de impenetrables bancos de niebla, se oculta a la vista y cual fusilazos en lontananza da cuenta del relámpago lejano. Aprehendido de este modo, el arte del tiro de arco representa, por así decirlo, un curso preparatorio para el Zen. De este modo, un acontecer que de por sí resultaría incomprensible, se torna transparente, gracias a hechos por de pronto bien concretos. Desde un punto de vista fáctico, a partir de cada una de las artes mencionadas podría iniciarse un camino hacia el Zen.
Con todo, creo alcanzar mi meta en la forma más eficiente si describo la trayectoria que debe recorrer el discípulo del arte de los arqueros. Dicho más explícitamente, trataré de exponer las vicisitudes de una enseñanza proporcionada, durante casi seis años, por uno de los más grandes maestros de ese arte. Son, pues, mis propias experiencias las que me autorizan a ello. Mas para ser comprendido, aunque de manera aproximada -porque ya esa instrucción preliminar ofrece bastantes enigmas- no puedo hacer otra cosa sino relatar con detalles todos los obs- (8) táculos que tuve que vencer y todas las inhibiciones de las cuales tuve que desprenderme, antes que consiguiera penetrar en el espíritu de la Magna Doctrina.
Hablo de mí mismo, porque no veo otra posibilidad de alcanzar mi meta.
Por la misma razón me limitaré a describir lo esencial, para que se destaque con mayor nitidez. Y deliberadamente me abstendré de pintar el ambiente donde se realizó la enseñanza, de evocar escenas arraigadas en mi memoria y, sobre todo, de esbozar la imagen del maestro, por seductor que todo ello sea para mí. Me limitaré a describir el arte del tiro de arco, tarea más dificultosa, por momentos, que su propio aprendizaje; y llevaré mi exposición hasta el punto desde el que se vislumbran los remotos horizontes detrás de los cuales respira el Zen.
2
Cabe explicar por qué me dediqué al estudio del Zen y por qué me propuse aprender para tal fin el arte de los arqueros. Ya en mis años universitarios, como animado por un recóndito impulso, me había ocupado detenidamente en el estudio de la mística, no obstante, estar inmerso en un espíritu de época que demostraba poco interés por tales inquietudes. Mas pese a todos mis esfuerzos, tenía conciencia de que podía abordar los escritos místicos sólo desde afuera y que, si bien sabía circundar lo que puede llamarse el fenómeno místico primario, no me era posible trasponer el cerco que como un alto muro rodea el misterio. En la abundante literatura sobre el misticismo tampoco hallé lo que buscaba, y así, desilusionado y desalentado, llegué poco a poco aja comprensión de que sólo el verdaderamente recogido es capaz de aprehender lo que significa el "recogimiento", y que sólo el contemplativo, que esté completamente libre y desprendido de sí, se halla preparado para la "unión" con el "Dios supradivino".
Había comprendido, pues, que no hay, ni puede haber otro camino hacia la mística que el de la propia vivencia y el del propio sufrimiento. Si faltan estas premisas, todo cuanto se diga es huero palabrerío.
Pero ¿cómo se llega a ser místico? ¿Cómo se alcanza el estado del recogimiento verdadero, no del aparente? ¿Existe todavía un sendero también para el que se encuentra separado de los grandes maestros por el abismo de los siglos? ¿Para el hombre moderno, formado en circunstancias enteramente diversas? No recibí respuestas, ni siquiera aproximadamente satisfactorias,' a mis preguntas, aunque supiera de etapas y estaciones de un camino que prometía conducir hacia la meta. Mas para marchar por él faltaban exactas instrucciones metodológicas que hubieran podido sustituir al maestro, por lo menos durante algún tiempo. Pero, aun suponiendo que tales instrucciones existieran ¿serían suficientes? ¿No ocurriría más bien, que ellas, aun en el mejor de los casos, sólo podrían crear en nosotros la predisposición de recibir aquello que ni la mejor metodología puede conferir, de modo que ninguna preparación dada por el hombre es capaz de imponer a la fuerza la vivencia mística?
Hiciera lo que hiciese, siempre me encontraba ante puertas cerradas, y sin embargo no podía abstenerme de tratar de forzarlas. Pero conservaba el anhelo y, cuando éste se iba desvaneciendo, el anhelo por el anhelo.
De modo que, cuando cierto día -mientras tanto había sido designado profesor adjunto- se me ofreció una cátedra de Historia de la Filosofía en la Uni- (9) versidad Imperial de Tohoku, vi la posibilidad de conocer al Japón y a los japoneses con particular alegría, por el solo hecho de que ello me abriría la perspectiva de entrar en relación con el budismo, sus prácticas contemplativas y su mística. Ya estaba enterado de que existían en ese país una tradición cuidadosamente conservada y una práctica viva del Zen, una didáctica consagrada por los siglos y, lo más importante, maestros del Zen poseedores de asombrosa experiencia en el arte de la dirección espiritual.
Apenas provisionalmente instalado en el nuevo ambiente, me ocupé en concretar mis deseos. Primero, trataron de disuadirme, no sin mostrar cierta turbación. Hasta entonces, ningún europeo se había dedicado seriamente al Zen -así me dijeron-- y como éste rechaza aun el menor vestigio de lo que podría denominarse "enseñanza", no era de esperar que me satisficiera "teóricamente".
Perdí muchas horas antes de que comprendieran por qué quería dedicarme al Zen no-especulativo. Entonces me informaron de que, para un europeo, sería poco menos que inútil tratar de penetrar en ese ámbito de la vida espiritual asiática, quizás el más extraño de todos a menos que empezara por estudiar una de las artes japonesas vinculadas con el Zen.
La idea de tener que cursar una especie de escuela primaria no me asustaba. Estaba dispuesto a hacer cualquier concesión con tal de poder acercarme paulatinamente al Zen, y hasta un escabroso rodeo me parecía mucho mejor que nada. ¿Cuál de las artes que me indicaron elegiría? Mi esposa se decidió, sin mucho cavilar, por los arreglos florales y la pintura con tinta china, mientras que a mí me atraía más el tiro de arco, pues suponía -equivocadamente según iba a comprobarlo más tarde-- que mis experiencias hechas con el fusil y la pistola me serían útiles.
Pedí a unos de mis colegas, Zozo Komachiya, profesor de .derecho que desde hacía veinte años estaba tomando clases de tiro de arco y con razón era considerado como el mejor conocedor de ese arte en la Universidad, que me recomendara como discípulo a su preceptor, el célebre maestro Kenzo Awa.
En un principio, el maestro rehusó mi requerimiento alegando que ya se había dejado persuadir una vez para enseñar a un extranjero, y que esto le había acarreado desagradables experiencias. Por eso no estaba dispuesto a reincidir, obligándose a sí mismo a hacer concesiones, pues no deseaba molestar al alumno con el peculiar espíritu de ese arte. Sólo cuando yo le aseguré que un maestro que tomaba tan en serio su misión podía tratarme como al más joven de su discípulos, porque yo no buscaba aprender el arte para divertirme sino para entrar en la 'Magna Doctrina", me aceptó como alumno y al mismo tiempo a mi esposa, pues siempre ha sido costumbre en el Japón iniciar también a las mujeres en ese arte, motivo por el cual también la esposa del maestro y sus dos hijas se ejercitaban en él asiduamente.
Así comenzó la intensiva y ardua enseñanza en la cual para nuestra satisfacción participaba también como intérprete, el señor Komachiya quien con tanta persistencia había intercedido en favor de nosotros, ofreciéndose casi como garante.
Por añadidura, la oportunidad de asistir en calidad de oyente a las clases de arreglos florales y pintura que frecuentaba mi esposa, me brindaba la posibilidad (10) de obtener mediante comparaciones de otras artes complementarias, una base aún más amplia para la comprensión.
3
Ya en la primera clase habríamos de percatarnos de que el camino del arte sin artificio no es fácil. Primero nos mostró los arcos japoneses y nos explicó que su extraordinaria elasticidad era el resultado de su peculiar construcción y de las características del material con que estaban hechos, el bambú. Pero mucho más importante aún era para él que advirtiéramos la forma extremadamente noble que adopta el arco, de casi dos metros de longitud, una vez armado con la cuerda, y que se manifiesta de manera tanto más sorprendente cuanto más se lo estira.
Cuando la cuerda está estirada hasta donde lo permita el arco, éste encierra el "universo", agregó el maestro, y por eso es tan especial que se aprenda a entenderlo correctamente. Luego tomó el mejor y más fuerte de sus arcos y, en una actitud marcadamente solemne, hizo rebotar repetidas veces la cuerda levemente estirada. Esto produce un tono, mezcla de cortante restallido y grave zumbido que, tras escucharlo algunas veces, nunca más se olvida: tan peculiar resulta y tan irresistiblemente invade el corazón. Desde tiempos remotos se le atribuye el misterioso poder de conjurar a los malos espíritus, y puedo comprender muy bien que tal creencia se haya arraigado en todo el pueblo japonés.
Después de esta significativa introducción purificadora y consagratoria, el maestro nos invitó a observarle atentamente. Colocó una flecha, estiró el arco a tal extremo que llegué a temer que no resistiera el esfuerzo de encerrar el universo, y por fin disparó. Todo esto no sólo se veía muy bello, sino que parecía fácil.
Entonces nos ordenó: hagan lo mismo, pero observen que el tiro de arco no está destinado a fortalecer los músculos. No deben estirar la cuerda aplicando todas sus fuerzas sino procurando que trabajen las manos únicamente, mientras que los músculos de brazos y hombros permanecen relajados como si contemplaran la acción sin intervenir en ella. Sólo cuando hayan aprendido esto cumplirán una de las condiciones en que el tiro "se espiritualiza". Luego de pronunciar estas palabras, tomó mis manos y las guió lentamente por las fases del movimiento que en adelante tendrían que ejecutar, como para acostumbrarme a la sensación.
Ya en el primer intento realizado con un arco de estudio de mediana resistencia, me percaté de que necesitaba emplear mucha fuerza, para estirarlo. A ello se agregaba la dificultad de que el arco japonés no se sostiene a la altura de los hombros como el europeo que permite apretar el cuerpo contra él, por así decirlo. En cambio, una vez colocada la flecha, se lo levanta con los brazos casi extendidos, en forma tal que las manos del arquero se encuentran por encima de su cabeza. Por consiguiente no puede hacerse otra cosa que ir separándolas uniformemente a derecha e izquierda, y cuanto más se distancian una de otra, tanto más descienden, describiendo curvas, hasta que la izquierda que sostiene el. arco se halla con el brazo extendido a la altura del ojo, y la derecha, que tira de la cuerda, con el brazo doblado, encima de la articulación del hombro; la punta de la flecha, de casi un metro de largo, sobresale muy poco del borde exterior del arco, tan grande es la envergadura de éste.
El arquero debe permanecer en esta posición un rato antes de disparar la flecha. La fuerza necesaria para estirar y sostener el arco de una manera tan (11) insólita hizo que a los pocos instantes las manos me empezaran a temblar y la respiración se volviera cada vez más difícil. Y esto continuó así durante semanas enteras. El estirar el arco seguía exigiéndome un gran esfuerzo, y por más que me ejercitara no llegó a "espiritualizarse". Para consolarme me refugié en la idea de que debía de tratarse de un ardid que, por alguna razón, el maestro no quería revelar, lo cual despertó toda mi ambición para descubrirlo.
Obstinadamente aferrado a mi propósito seguí practicando. El maestro observaba atentamente mis esfuerzos, corregía impasible la rigidez de mi postura, elogiaba mi celo, me censuraba por mi desgaste de fuerza pero, por lo demás, me dejaba hacer. Sólo que, exclamando una y otra vez "relajado" -palabra que mientras tanto había aprendido- seguía poniéndome el dedo en la llaga, mas sin perder la paciencia ni la afabilidad. Pero llegó el día en que fui yo quien perdió la paciencia y confesé que simplemente me era imposible estirar el arco de la manera indicada.
-No lo consigue -aclaró el maestro porque no respira bien. Después de inspirar, haga bajar el aliento suavemente, hasta que la pared abdominal esté moderadamente tensa, y reténgalo allí un rato. Luego espire de la manera más lenta y uniforme que le sea posible y, después de un breve intervalo, vuelva a aspirar rápidamente y continúe así inspirando y espirando con un ritmo que poco a poco se instalará por sí solo. Si ejecuta esto de manera correcta, sentirá que el tiro se vuelve cada día más fácil, pues esta respiración no sólo le permitirá descubrir el origen de toda fuerza espiritual, sino que hará brotar ese manantial cada vez más abundantemente y lo encauzará a través de sus miembros con tanta o más facilidad cuanto más relajado esté." Como para demostrármelo, armó su fuerte arco y me invitó a colocarme detrás de él y a palparle los músculos de los brazos.
En efecto, estaban tan libres de tensión como si no estuviera haciendo esfuerzo alguno.
Practiqué la nueva respiración sin arco y flecha, hasta que llegó a convertirse en cosa natural. Incluso el leve vahído que experimenté en un principio, desapareció pronto. A la espiración lenta y uniforme, que debía desvanecerse paulatinamente, el maestro le atribuía tanta importancia que para ejercitarse y controlarla mejor, nos la hacía combinar con un zumbido. Sólo cuando, con el último vestigio del hálito, se perdía también el zumbido, nos permitía volver a inspirar. La inspiración, dijo una vez el maestro, liga y une, reteniendo el aliento se realiza todo lo que es justo, y la espiración libera y consuma, venciendo toda restricción. Pero en aquel entonces no lo comprendíamos.
Inmediatamente el maestro pasó a relacionar la respiración con el tiro de arco por cuanto aquélla no se practica como un fin en si misma. La acción continua de estirar el arco y disparar la flecha se dividió en las siguientes fases: asir el arco - colocar la flecha - levantar el arco -- estirarlo y mantenerlo en el máximo estado de tensión - disparar. Cada fase se iniciaba con una inspiración, se apoyaba en el aliento retenido en el abdomen y terminaba con la espiración. Todo esto conducía por sí solo a que la respiración se adaptara y 'se hiciera natural, no sólo acentuando significativamente las distintas posturas y movimientos, sino también entrelazándolos y articulándolos rítmicamente en cada uno de nosotros según el estado de la técnica respiratoria. Por eso; no obstante estar fragmentado todo el procedimiento causaba la impresión de un acontecer que vive íntegramente de sí mismo y en sí mismo y ni remotamente puede comparárselo con un ejercicio gimnástico al cual pueden agregarse o del cual pueden quitarse tiempos sin que se destruyan ni su significado ni su carácter. (12)
Me es imposible evocar aquellos días sin recordar una y otra vez cuán difícil me resultó al principio dejar que la respiración surtiera su efecto. Respiraba en forma técnicamente correcta, pero cuando, al estirar el arco, me concentraba en que los músculos de brazos y hombros permanecieran relajados, la musculatura de mis piernas se contraían a su vez a pesar de mí mismo. Era como si me hicieran falta una base firme de sustentación y una postura sólida y, a semejanza de Anteo, tuviese que extraer mis fuerzas de la tierra.
Muchas veces, el maestro no tenía más remedio que asir súbitamente uno u otro músculo de mis piernas y apretarlo en un punto particularmente sensible. Cuando, en una de esas ocasiones, dije a manera de disculpa que en verdad me esforzaba por permanecer relajado, replicó: "Éste es precisamente su error: usted se esfuerza, usted piensa en ello. ¡Concéntrese sólo en la respiración, como si no tuviese que hacer otra cosa!"
Con todo, pasó todavía bastante tiempo antes que consiguiera cumplir con las exigencias del maestro. Pero lo conseguí. Aprendí a perderme en la respiración tan despreocupadamente que a veces tuve la sensación, no de respirar, sino de ser respirado, por extraño que parezca. Y aunque en momentos de reflexiva meditación rechazaba tan extravagante idea, no -podía ya dudar de que la respiración cumplía lo que el maestro había prometido. De cuando en cuando, y cada vez con mayor frecuencia mientras transcurría el tiempo, pude estirar el arco y mantenerlo tenso hasta el final, con todo el cuerpo relajado, sin que supiera decir de qué manera. La diferencia cualitativa entre esos pocos intentos satisfactorios y los aun abundantes casos' era tan convincente, empero, que de buena gana admitía haber comprendido por fin lo que, quizá, significaba el estirar "espiritual" del arco.
Era esto, pues, el quid de la cuestión: no se trataba de ningún ardid técnico, que en vano había querido descubrir, sino de una respiración liberadora que abría nuevas perspectivas. Y no lo digo con ligereza. Sé muy bien cuán grande es, en tales casos, la tentación de sucumbir a una fuerte influencia y, enredado en un autoengaño, sobreestimar el alcance de una experiencia por el solo hecho de ser insólita. Mas, pese a todas mis evasivas cavilaciones y sobria reserva, el éxito obtenido con la nueva respiración (pues con el tiempo me era posible estirar relajadamente hasta el fuerte arco del maestro) era demasiado obvio como para ser negado.
En oportunidad de una prolongada charla pregunté al señor Komachiya por qué el maestro había observado impasible durante tanto tiempo, mis infructuosos esfuerzos por estirar el arco "espiritualmente"; por qué no había insistido desde un principio en la respiración correcta: "Un gran maestro –respondió- tiene que ser a la vez un gran pedagogo; para nosotros las dos cosas son inseparables. Si hubiera iniciado la enseñanza con los ejercicios respiratorios, jamás le habría convencido de su decisiva influencia. Primero tenía que naufragar usted con sus propios intentos, para que estuviera dispuesto a asirse del salvavidas que le arrojó. Créame, yo sé por experiencia propia que el maestro conoce a usted y a cada uno de sus alumnos, mucho mejor de lo que nos conocemos nosotros mismos. Lee en las almas de sus discípulos más de lo que ellos están dispuestos a admitir." (13)
4
Después de todo ¡un año de ejercitación, ser capaz de estirar el arco en forma "espiritual", es decir, poderosamente pero sin_ esfuerzo, no es por supuesto un resultado sensacional. Y sin embargo me conformé, pues empecé a comprender por qué la técnica de la defensa personal, que hace caer al adversario cediendo elástica e imprevistamente a su vehemente esfuerzo sin oponerle resistencia alguna de manera que la fuerza se vuelva contra él mismo; por qué, pues, esa forma de defenderse se denomina "el arte gentil" (3 Traducción literal de las palabras "jiujitsu". (N. d. T.) y su símbolo es, desde tiempos inmemoriales, el agua que siempre cede mas nunca es vencida. Por eso Lao-Tsé pudo decir en un sentido muy profundo, que la vida recta se parece al agua que, asimilada a todo, a todo se adapta.
Además solía repetirse en la escuela una frase del maestro: quien no tenga dificultades al comienzo las tendrá, y peores, más adelante. Para mí, el comienzo había sido bastante difícil. ¿No tenía entonces derecho a ser optimista frente a cuanto me esperaba y cuya dificultad vislumbraba vagamente?
Siguió después el aprendizaje del disparo que hasta ese momento había sido practicado al azar, como "entre paréntesis", al margen de los ejercicios, y lo que sucedía con la flecha tenía menos importancia todavía. Era suficiente con que se clavara en el rollo de paja prensada que hacía de blanco y, traversa de arena a la vez. Acertarlo no constituye ninguna hazaña, porque se halla a una distancia de dos metros a lo sumo.
Hasta entonces cuando se me hacía intolerable permanecer más tiempo en la mayor tensión y debía ceder para evitar que las manos volvieran a juntarse, simplemente soltaba la cuerda. Y no hay que pensar que la tensión resulte dolorosa. Un guante de cuero con el pulgar fuertemente acolchado impide -aunque pase mucho tiempo- que la presión de la cuerda moleste, lo cual podría interrumpir prematuramente la permanencia en la mayor tensión. Para estirar el arco, el pulgar se dobla en derredor de la cuerda por debajo de la flecha; los dedos índice, medio y anular lo encierran con firmeza, dando al mismo tiempo un seguro sostén a la flecha. Disparar significa entonces que los dedos que encierran el pulgar se abren y lo sueltan. La tremenda tracción de la cuerda arranca a éste de su posición, y lo estira, en tanto zumba la cuerda y la flecha se libera. Hasta entonces, todos mis disparos habían provocado un fuerte sacudón y en consecuencia una sensible y visible trepidación en todo el cuerpo, la cual se trasmitía al arco y a la flecha. Se sobreentiende que de esa manera ningún tiro era suave y, menos aún, certero; irremisiblemente resultaban movidos.
"Todo lo que usted ha aprendido hasta ahora -dijo el maestro cierto día, cuando ya no encontró nada para corregir en mi manera de estirar el arco relajadamente- no eran más que ejercicios preparatorios para el disparo. Nos hallamos ahora ante una nueva tarea particularmente difícil, con la cual alcanzaremos otro nivel en el arte del tiro de arco." Con estas palabras, tomó su arco, lo estiró y disparó. Sólo entonces, y porque el maestro me hizo reparar expresamente en ello, comprobé que su mano derecha, abierta repentinamente y liberada de la tensión, hizo por cierto un brusco movimiento de retroceso pero sin que el menor estremecimiento recorriera su cuerpo. El brazo derecho, que antes del disparo formaba un ángulo agudo, cedió a la tracción y se abrió estirándose con un movimiento suave. La inevitable sacudida había sido amortiguada y neutralizada elásticamente. (14)
Si la potencia del disparo. no se hubiera revelado por el estallido de la cuerda al rebotar en el arco ni por la fuerza de percusión de la flecha, el movimiento del arquero no habría permitido ni sospecharlo. Ejecutado por el maestro, al menos, el disparo parecía tan sencillo y carente de complejidad como si fuese un juego de niños.
La facilidad para desarrollar una acción de fuerza, sin duda ofrece un aspecto, cuya belleza precisamente el oriental percibe con suma sensibilidad y placer. A mí, empero, me parecía más importante aún -y dado el nivel que ocupaba en aquel entonces no se me podía ocurrir otra cosa- el hecho de que, al parecer la certeza del tiro dependía de la suavidad del disparo. Mis experiencias con el fusil me habían enseñado cuánto influye apartarse de la línea de mira, aunque sea levemente y con un movimiento involuntario. Todo lo aprendido y realizado hasta, entonces lo comprendí sólo desde ese punto de vista: relajarse al estirar, permanecer relajado en la mayor tensión, estar relajado al soltar la flecha y compensar relajadamente la sacudida. ¿No se hallaba todo al servicio de la precisión del tiro y por ende del fin por el cual se dedican tanto esfuerzo y paciencia al aprendizaje del tiro de arco? Pero entonces ¿por qué había hablado el maestro como si se tratara ahora de un acontecer que sobrepasaba con mucho todo lo practicado hasta entonces y todo lo que estábamos haciendo?
Sea como fuere, me ejercitaba diligente y concienzudamente según las indicaciones del maestro, mas todo mi empeño era en vano. Muchas veces tuve la impresión de que antes, cuando disparaba con espontaneidad y al azar, había obtenido mejores resultados. Sobre todo me percaté de que no podía abrir sin esfuerzo la mano derecha, en primer lugar los dedos que apretaban el pulgar, y que la consecuencia era un sacudón que desviaba la flecha en el momento del disparo. Menos aún era capaz de amortiguar elásticamente el brusco movimiento de la mano liberada. Imperturbable el maestro me mostraba, una y otra vez la ejecución correcta del disparo; con perseverancia trataba yo de emularle, con el único resultado de que mi inseguridad era cada vez mayor. Me parecía al ciempiés que, desde el momento en que se pusiera a cavilar para saber en qué orden mover las patas, ya no podría caminar.
Evidentemente, el maestro se horrorizaba menos que yo ante mi fracaso. ¿Sabía por experiencia que esto sucedería? "¡No piense en lo que debe hacer, no reflexione cómo llevarlo a cabo -exclamó-; sólo si toma por sorpresa al arquero mismo, el tiro sale suavemente! ¡Ha de ser como si la cuerda cortara de repente el pulgar que la retiene, sin que usted abra la mano intencionalmente!"
Siguieron semanas y meses de infructuosa ejercitación. Los disparos -del maestro me daban una y otra vez la pauta, me revelaban la esencia, pero a mi, ni uno solo me salía bien. Si, esperando en vano el disparo, cedía a la tensión porque se me tornaba intolerable, las manos se me acercaban lentamente una a la otra, y no resultaba tiro alguno. Si resistía obstinadamente hasta quedarme sin aliento, sólo podía hacerlo esforzando la musculatura de brazos y hombros. Entonces estaba inmóvil, por cierto -como una estatua, decía irónicamente el maestro pero como en un espasmo, y la relajación había desaparecido. (15)
Tal vez por casualidad, o tal vez porque el maestro lo había dispuesto, un día nos reunimos ante una taza de té. Aproveché la buena oportunidad para desahogarme y abrí mi corazón. "Comprendo muy bien -dije- que la mano no debe abrirse de golpe para no malograr el disparo, pero haga lo que hiciere, siempre me sale mal. Si cierro la mano con todas mis fuerzas, el sacudón al abrirla es inevitable. En cambio, si hago un esfuerzo por dejarla relajada, la cuerda se me escapa aún antes de estar estirada completamente, de improviso, por cierto, pero demasiado pronto. Oscilo entre los dos extremos del fracaso y no encuentro solución."
"Tiene que mantener la cuerda estirada -respondió el maestro- como un niño pequeño toma el dedo que uno le ofrece. Lo retiene con tanta firmeza que uno no puede menos de admirarse de la fuerza concentrada en ese minúsculo puño, y cuando suelta el dedo, lo hace sin la menor sacudida. ¿Sabe usted por qué? Porque el niño no piensa: "ahora suelto el dedo para agarrar aquella otra cosa." Sin reflexión ni intención alguna se vuelve de un objeto a otro, y se diría que juega con ellos, si no fuese igualmente cierto que los objetos juegan con el niño."
"Tal vez comprendo lo que usted quiere insinuar con esa comparación, contesté. Pero ¿no me encuentro yo en una situación muy distinta? Cuando tengo el arco estirado, llega un momento en que siento que si el disparo no se produce inmediatamente, no resistiré más a la tensión. ¿Y qué sucede entonces? Me quedo sin aliento. Y soy yo quien debe disparar, a toda costa, porque no puedo esperar más.
-"Usted acaba de describir perfectamente bien -respondió el maestro- cuál es su dificultad. ¿Sabe por qué no puede aguardar que se produzca el disparo y pierde el aliento?- El tiro justo en el momento justo no acaece porque usted no sabe desprenderse de sí mismo. Usted no se pone en tensión esperando la consumación, sino que está a la expectativa de su fracaso. Mientras esto siga así no le queda más remedio que provocar, usted mismo, un acontecer que debería producirse en forma independiente, y mientras lo cause usted, la mano no se le abrirá de la manera adecuada, como la del niño."
Tuve que admitir ante el maestro que esta interpretación me confundía más aún. "Pues, al fin y al cabo –señalé soy yo quien estira el arco y soy yo quien dispara para dar en el blanco. Estirar el arco es, pues, un medio para un fin, y esta relación no puedo perderla de vista. El niño todavía no la conoce, yo ya no puedo descartarla."
-"¡El arte genuino --exclamó entonces el maestro- no conoce fin ni intención! Cuanto más obstinadamente se empeñe usted en aprender a disparar la flecha para acertar en el blanco, tanto menos conseguirá lo primero y tanto más se alejará lo segundo. Lo que le obstruye el camino es su voluntad demasiado activa.
Usted cree que lo que usted no haga, no se hará."
"Pero usted mismo ha dicho una y otra vez -interpuse- que el arte del arquero no es ningún pasatiempo, ningún juego carente de finalidad, sino una cuestión de vida o muerte."
-"Y no me desdigo. Los maestros arqueros decimos: ¡Un tiro, una vida!
Todavía no podrá comprender lo que esto significa, pero tal vez le ayude otra imagen que expresa la misma vivencia. Los maestros arqueros decimos: con el ex-tremo superior del arco, el arquero perfora el cielo; en el inferior está suspendida, (16) con un hilo de seda, la Tierra. Si el tiro se dispara con un fuerte sacudón, existe el peligro de que el hilo se rompa. Para el voluntarioso y violento, el abismo será entonces definitivo, y el hombre permanecerá en el fatal centro entre el Cielo y la Tierra."
"Entonces ¿qué debo hacer? -pregunté pensativo.
"Tiene que aprender a esperar como es debido."
-"¿Y cómo se aprende eso?"
-"Desprendiéndose de si mismo, dejándose atrás tan decididamente a sí mismo y a todo lo suyo, que de usted no quede otra cosa que el estado de tensión, sin intención alguna."
-"Es decir que intencionadamente he de perder la intención", -se me escapó.
-"Ningún alumno me ha hecho esta pregunta y por eso no sé qué contestarle."
-"¿Y cuándo empezaremos con los nuevos ejercicios?"
-“Espere hasta que llegue el momento!"
5
Se entenderá que esta conversación -el primer diálogo prolongado que teníamos desde que estábamos juntos- me dejó sobremanera perplejo. Por fin habíamos tocado el tema por el cual me había propuesto aprender el arte del arco.
¿No se hallaba el desprendimiento de uno mismo, del cual hablara el maestro, en el caminó hacia el vacío y el recogimiento? ¿No había llegado, pues, al punto a partir del cual se hacia sentir la influencia del Zen sobre el arte de los arqueros? Por cierto, aún no sabía explicarme qué relación podría existir entre la expectativa, libre de intención, y el disparo de la flecha en el momento de consumarse la tensión.
Pero ¿por qué anticipar con el pensamiento lo que sólo la experiencia puede enseñar? ¿No era ya hora de desechar tan infructuosa propensión? Cuántas veces no había envidiado en secreto a los numerosos discípulos del maestro que, como niños, se dejaban tomar por la mano para que él los guiara. Cuán feliz ha de sentirse quien es capaz de hacerlo sin reserva. Ese comportamiento no ha de conducir necesariamente a la indiferencia ni al estancamiento espiritual. ¿No pueden los niños, por lo menos, preguntar mucho?
Sufrí una gran desilusión cuando en la clase siguiente el maestro continuó con los ejercicios conocidos: estirar el arco, permanecer en la mayor tensión, disparar la flecha. Pero por más que él me alentara, de nada me servía, De acuerdo con sus instrucciones, procuraba no ceder a la tensión sino superarla, como, si la naturaleza del arco no le pusiera límite alguno; por cierto, me esforzaba en esperar hasta que, en el disparo, la 'tensión se consumara y resolviera a la vez. En vano.
Eché a perder todos los tiros. Ansiados, provocados, desviados. Sólo cuando hube llegado a un punto a partir del cual la continuación de esos ejercicios iba a volverse no sólo infructuosa, sino peligrosa, porque cada vez más me abrumaba el presentimiento del fracaso, el maestro decidió iniciar una serie completamente nueva.
"En adelante, cuando ustedes vienen a la clase -nos advirtió- ya deben concentrarse durante el camino. ¡Prepárense para lo que sucederá aquí, en la sala dé ejercicios! ¡Pasen frente a todo sin prestar atención, como si en el mundo entero no hubiese más que una sola cosa importante y real: el tiro de arco?' (17)
También el camino del desprendimiento de uno mismo lo dividió el maestro en distintos tramos que debían practicarse esmeradamente. Incluso en ese caso se limitaba a breves insinuaciones, pues para ejecutar tales ejercicios es suficiente con que el aprendiz comprenda, y a veces tan sólo vislumbre, 'lo que se espera de él. No es necesario conceptuar nítidamente las tradicionales distinciones metafóricas. Y quién sabe si éstas, nacidas de una práctica centenaria, no penetrarán, a mayor profundidad que todo nuestro saber cuidadosamente elaborado. Además, ya se había dado el primer paso en el camino. Por él habíamos llegado a la relajación corporal, sin la cual no es posible estirar el arco adecuadamente, pero, para que se desencadene el tiro en debida forma, el relajamiento físico ha de continuarse en una relajación psíquico-espiritual con el fin, no sólo de agilizar, sino de liberar al espíritu: ha de ser ágil para alcanzar la libertad y libre para recuperar la agilidad primaria. Y esa agilidad primaria difiere esencialmente de todo lo que suele com-prenderse comúnmente por agilidad mental. Así se encuentra, entre los estados de relajación física por una parte, y libertad espiritual por la otra, una diferencia de nivel que ya no puede salvarse tan sólo por la respiración sino únicamente por un liberarse a sí mismo de todas las ligaduras, sean cuales fueren, por la pérdida total del yo, de suerte que el alma, sumergida en sí misma, se halle en el pleno poder de su innombrable origen.
La exigencia de cerrar primero la puerta de los sentidos no se satisface mediante un decidido apartamiento, sino por la disposición a ceder sin resistencia.
Mas para lograr instintivamente esa actitud no activa, el alma necesita un apoyo íntimo que obtiene al concentrarse en la respiración. Ésta se ejecuta consciente-mente y con una escrupulosidad poco menos que pedantesca. Tanto la inspiración como la espiración se practican una y otra vez por separados y se ejecutan con el mayor esmero. El buen resultado de este ejercicio no tarda mucho en llegar.
Cuanto más intensa es la concentración en la respiración, tanto más se desvanecen los estímulos exteriores. Se confunden en un vago murmullo al cual uno va prestando cada vez menos atención hasta que, al final, se lo siente tan poco molesto como el ruido de la rompiente en la playa cuando, después de haberse acostumbrado a él apenas si lo escucha. Con el tiempo, uno se insensibiliza hasta para estímulos bastantes fuertes, y al mismo tiempo se independiza de ellos con mayor facilidad y rapidez. Sólo se debe vigilar atentamente a que el cuerpo, de pie, sentado o acostado, se halle lo más relajado posible, y luego concentrarse en la respiración. Pronto uno se sentirá aislado como por envolturas impermeables.
Lo único que aún se sabe y siente es que se respira, y desprenderse de ese saber y sentir no requiere ninguna nueva decisión, pues espontáneamente la respiración se va retardando, disminuye cada vez más el consumo de aire y, por último, volviéndose borrosa y monótona en suaves fluctuaciones, no ofrece ya ningún apoyo a nuestra atención.
Lamentablemente, ese hermoso estado de recogimiento en el propio fuero íntimo, no influido por nada, por de pronto no es duradero. Está expuesto a ser destruido desde dentro. Como brotando de la nada, surgen de repente estados de ánimo, sentimientos, deseos, preocupaciones y hasta pensamientos en una disparatada mezcla, y cuanto más extraños y fantásticos son, cuanto menos están relacionados con aquello por lo cual prescindimos de nuestra conciencia común, tanto más obstinadamente se aferran a nosotros. Es como si quisieran vengarse de que la concentración toca esferas a las cuales comúnmente no llega. Pero también esta perturbación se vence si se continúa respirando tranquila y serenamente, aceptando de manera apacible lo que aparezca, acostumbrándose a ello, aprendiendo a (18) contemplarlo con indiferencia y finalmente cansándose de verlo. Así se entra poco a poco en un estado similar a la aletargada relajación que precede al sueño.
Deslizarse definitivamente en él es el peligro que debemos evitar. Lo conseguimos mediante un peculiar salto de la concentración, comparable tal vez al impulso que se da un trasnochado que sabe que su vida depende de la vigilia de todos sus sentidos; y si se ha conseguido dar ese salto, aunque sea una sola vez, se lo podrá repetir siempre con toda seguridad. A través de él, el alma llega espontáneamente a un despreocupado oscilar en sí misma que, capaz de ser intensificado, hasta llega a esa sensación de increíble liviandad que sólo experimentamos pocas veces en el sueño y a la feliz seguridad de poder despertar energías en cualquier dirección, incrementar y disolver tensiones en una gradual adaptación.
Ese estado, en que nada definido se piensa, proyecta, aspira, desea ni espera, que no apunta en ninguna dirección de terminada y no obstante, desde la plenitud de su energía, se sabe capaz de lo posible y lo imposible, ese estado, fundamentalmente libre de intención y del yo, es el que el maestro llama propiamente "espiritual". En efecto, está cargado de vigilia espiritual, por lo cual se lo llama también la "genuina presencia de espíritu". Esto significa que el espíritu se halla presente por doquier, porque no está prendido en ningún lugar. Y puede permanecer presente, porque, aunque se relacione con esto o aquello, no se sujetará a ello -reflexivamente y, por ende, no perderá su movilidad original.
Comparable al agua que llena un estanque, pero que en cualquier momento está en condición de escurrirse, puede obrar con su inagotable energía, porque está libre, y abrirse esencialmente un estado primario, y su a todo, porque está vacío.
Ese estado es símbolo, un círculo vacío, no es mudo para quien en él se encuentre.
Por eso, quien se ha liberado de todas ligaduras tiene que ejercer cualquier arte que sea a partir de esa plenipotencia de su presencia de espíritu no- perturbada por ninguna intención, por oculta que fuese. Mas para que pueda integrarse en el acontecer creador, olvidado de sí mismo, es preciso que se inicie en la práctica del arte. Pues, si el inmerso en sí mismo se viera frente a una situación en la cual le fuese imposible entrar instintivamente, y como dando un salto, tendría que allegársela a la conciencia. Con esto volvería a conectarse con todos esos vínculos de los cuales se había desprendido y se parecería a quien se despierta y estructura su programa para el día, no a un iluminado que vive en el estado primario y obra a partir de él. Nunca tendría la impresión de que las distintas fases del proceso realizador "se dieran". a través de sus manos como emanadas de un poder superior; no sabría jamás con qué fuerza embriagadora el impulso vibrante de un acontecer es capaz de trasmitirse a quien en sí mismo no es más que vibración y cómo todo lo que hace está hecho aún antes que él lo sepa.
El desprendimiento y la liberación necesarios, la internalización y condensación de la vida hasta la plena presencia de espíritu, no se dejan abandonados -cuanto más importantes, tanto menos- a una favorable predisposición ni al azar, ni tampoco confiadamente al proceso creador, que exige todas las energías, con la esperanza de que la concentración necesaria surja espontáneamente. Al contrario, antes de todo hacer y realizar, antes de todo entregarse y asimilarse se provoca esa presencia del espíritu y se la asegura por medio del ejercicio. Mas, a partir del momento en que no sólo se la logra sin falta, sino en pocos instantes, la concentración -igual que antes la respiración- se pone en relación con el tiro de arco. Para entrar, como deslizándose livianamente, en la acción de estirar el arco y disparar la flecha, el arquero que, arrodillado a un costado empezó a concentrarse, se levanta, se enfrenta con paso solemne al blanco y, luego de una profunda reverencia y de (19) presentar arco y flecha cual ofrenda sagradas, coloca la flecha, levanta el arco, lo estira y, en un estada de intensísima vigilia espiritual, permanece esperando. Tras la fulminante liberación de la flecha, y al mismo tiempo de la tensión, el arquero conserva la postura adoptada inmediatamente después del disparo hasta que, después de una prolongada espiración tiene que volver a aspirar. Sólo, entonces baja los brazos, se inclina ante el blanco y, si no tiene que disparar más flechas, se retira serenamente al fondo del recinto.
Con todo ello, el tiro de arco se ha convertido en una ceremonia que interpreta la Magna Doctrina.
Aunque en esa etapa el discípulo no aprehenda todavía la trascendencia de sus tiros, comprende ya definitivamente por que el tiro de arco no puede ser un deporte ni un ejercicio gimnástico. Entiende por qué lo meramente técnico, cuanto puede aprenderse, tiene que ser practicado concienzudamente hasta el cansancio. Si todo depende de que, olvidados por completo de nosotros mismos y libres de toda intención, nos adaptemos al acontecer, entonces su ejecución exterior tiene que desarrollarse con espontaneidad, prescindiendo de toda reflexión directriz y controladora.
En efecto, la didáctica japonesa conduce a ese incondicional dominio de las formas. Practicar, repetir y repasar lo repetido en línea ascendente la caracterizan durante largos períodos. Por lo menos es así con respecto a todas las artes tradicionales. Demostrar, ejemplificar; penetrar por empatía, imitar. He aquí la relación fundamental de la enseñanza, a pesar de que, durante las últimas generaciones, junto con la introducción de nuevas asignaturas, también se introdujo la metodología pedagógica europea y es manejada con innegable comprensión. ¿A qué se debe, pues, pese a todo el entusiasmo inicial por lo nuevo, que las artes japonesas no hayan sido esencialmente afectadas por esas formas de instrucción?
No es fácil responder a esta pregunta. Sin embargo lo intentaré, aunque sea a grandes rasgos, con el fin de destacar más aún el estilo de la enseñanza y, por ende, el significado de la imitación.
El alumno japonés trae consigo tres cosas: una buena educación, un apasionado amor por el arte elegido y una veneración incondicional para con el maestro. Desde los tiempos más remotos la relación entre maestro y discípulo constituye uno de los lazos fundamentales de la vida, por lo cual entraña una responsabilidad del maestro que rebasa con mucho los límites de la materia que enseña. El Principio, lo único que se exige del alumno es que imite concienzudamente lo que hace el maestro. Poco amigo de prolijos adoctrinamientos y motivaciones, éste se limita a unas breves indicaciones y no espera que el alumno haga preguntas. Tranquilamente observa, sus tanteos, sin esperar ni independencia ni iniciativa propia, y aguarda con paciencia el crecimiento y la madurez. Los dos tienen tiempo; el maestro no apremia; y el alumno no se precipita.
Lejos de querer despertar prematuramente al artista, el maestro considera como su misión primordial convertir al discípulo en un artesano que domine absolutamente el oficio. La incansable diligencia del alumno facilita el logro de tal propósito. Como si no abrigase aspiraciones más elevadas, se deja imponer la carga con sorda resignación, para descubrir con el transcurso de los años, que las formas dominadas ya a la perfección no oprimen sino que liberan. (20)
6
Día tras día aumenta su capacidad de seguir sin ninguna dificultad técnica cualquier inspiración, pero también de recibirlas, mediante la más exacta observación. Por ejemplo, la mano que maneja el pincel, en el mismo instante en que el espíritu empieza a formar la idea ya acertó con ella y la llevó a cabo. Al final, el alumno ya no sabe cuál de los dos -espíritu o mano- es autor responsable de la obra.
Pero para que ello suceda, es decir para que el oficio se "espiritualice", se hace necesaria, la concentración de todas las energías físicas y psíquicas tal como en el arte de los arqueros.
Los siguientes ejemplos demostrarán que no puede prescindirse de ella bajo ningún concepto.
Un pintor a la tinta china se sienta frente a sus alumnos. Examina los pinceles y los prepara pausadamente. Deslíe la tinta con esmero (4 El pintor japonés no usa tinta preparada, sino una pastilla dura que él mismo deslíe con agua, frotándola con movimientos circulares sobre una base especial de piedra, el zumi, y según la cantidad de agua obtiene los matices más variados, desde el negro más profundo hasta los grises más claros. (N. de. T.). endereza la larga tira de papel, extendida delante de sí sobre la estera. Finalmente, después de haber permanecido un largo rato en profunda concentración, durante el cual parece como envuelto en una atmósfera de intangibilidad, crea con trazos rápidos e infalibles una imagen que, no admitiendo ni necesitando corrección alguna, sirve de modelo a los discípulos.
Un maestro de arreglos florales inicia la clase desanudando cuidadosamente la cinta de rafia que mantiene unidas las flores y ramas, y esmeradamente arrollada la deposita a un lado. Luego examina las distintas ramas, elige, estudiándolas repetidas veces, las mejores, las dobla atentamente, les da la forma según el papel que han de desempeñar en el conjunto (5 El arreglo floral, Ikebana, en sus distintas formas está basado fundamentalmente en la tripartición de "cielo", "hombre" y "tierra" y las ramas y flores se escogen según su naturaleza de acuerdo con el papel que el artista les asigna en el conjunto. (N. de. T.). y finalmente las reúne en un florero previamente escogido. El arreglo acabado causa la impresión de que el maestro adivinara lo que la naturaleza vagamente se propuso en recónditos ensueños.
En estos dos casos, a los cuales me limito, los maestros se comportan como si estuvieran solos. No dirigen a los alumnos una mirada, ni mucho menos una palabra. Ensimismados .y serenos ejecutan las operaciones preliminares; absortos se entregan a la tarea de plasmar y formar, proceso que, desde los primeros toques iniciales hasta que den por acabada la obra, a todos se les aparece como un acontecer íntegro y contenido en sí mismo. En efecto, su fuerza expresiva es tan grande que impresiona al espectador como un cuadro.
Mas ¿por qué el maestro no encarga a un discípulo experto esos trabajos preparatorios, inevitables, pero de todos modos subalternos? ¿Será, que el desleír la tinta, el desatar tan cuidadosamente la cinta de rafia, en vez de cortarla sin más y tirarla, dan alas a su intuición y creatividad artísticas? ¿Y qué le mueve a repetir en cada clase esas operaciones con la misma inexorable insistencia, sin ninguna omisión, en forma poco menos que pedantesca, exigiendo que los alumnos lo imiten? Persevera en la costumbre tradicional porque, según lo sabe por experiencia, los preparativos tienen a un tiempo la virtud de "sintonizarlo" con su creación artística. A la serena tranquilidad con que los lleva a cabo debe aquella decisiva relajación y el equilibrio de todas sus energías, aquella concentración y presencia de ánimo, sin los cuales ninguna obra genuina se realiza. Sumergido en su quehacer, libre de intención, es conducido hacia el momento en que la obra, vislumbrada en lineamientos ideales, se consuma casi por sí sola. Lo que son en el tiro de arco los pasos y actitudes, lo son en este caso esos preparativos; la forma es distinta, pero el significado es el mismo. Y sólo cuando no es posible proceder así, como por ejemplo en el caso del danzarín religioso y del actor, la concentración y el recogimiento tienen lugar antes de que aparezcan en escena. (21)
Es indudable que también en estos ejemplos, igual que en el tiro de arco, se trata de ceremonias. Más claramente de lo que el maestro podría explicar con palabras, el discípulo desprende de ellas que el estado espiritual apropiado del artista se ha alcanzado cuando los preparativos y la creación, la artesanía y el arte, lo material y lo espiritual, lo abstracto y lo concreto, se amalgaman en un solo continuo. Y con esto encuentra un nuevo tema de imitación. Ahora se exige de él que domine perfectamente todos los modos de concentración y de recogimiento, olvidado de sí mismo. La emulación, que ya no se refiere a contenidos objetivos que cualquiera podría reproducir con un poco de .buena voluntad. El discípulo se ve frente a nuevas posibilidades, pero al mismo tiempo se percata de que su realización de ningún modo depende ya de su buena voluntad.
En caso de que tenga suficientes dotes como para seguir el camino ascendente, un peligro difícil de eludir acecha al alumno en su avance hacia la maestría artística. No es el perderse en vana presunción -porque el oriental no tiene ninguna predisposición a ese tipo de egolatría- sino el detenerse en lo que sabe, convalidado por el éxito y exaltado por la fama. Vale decir, el peligro de comportarse como si la existencia artística fuese una forma de vida por derecho propio, acuñada y aprobada por ella mismaEl maestro lo prevé. Cautelosamente y con los recursos psicológicos más sutiles trata de prevenir a tiempo y de liberar al alumno de sí mismo. Lo consigue señalando como al pasar y como si en realidad no fuese digno de mención, y refiriéndose a la propia experiencia del discípulo, que toda genuina creación es posible únicamente en un estado de auténtico desprendimiento de sí mismo, en el cual el creador, por lo tanto, ya no puede estar pre -68- senté como "él mismo". Sólo el espíritu está presente, una especie de vigilia que precisamente carece de ese matiz de "yo mismo" y que por ende penetra sin límites en todas las vastedades y honduras, "con ojos que oyen y oídos que ven".
Así consigue el maestro que el discípulo pase a través de su propio ser. Y éste se vuelve cada vez más receptivo, de suerte que el maestro puede hacerle ver algo de lo cual ha oído hablar muchas veces, por cierto, pero cuya realidad sólo ahora llega a serle tangible, en virtud de sus propias experiencias. No importa qué nombres le da el maestro o si le da nombre alguno. El alumno lo comprende, aunque permanezca callado.
Más con esto se inicia un movimiento decisivo. El maestro lo observa, y sin influir en su desarrollo por medio de nuevas enseñanzas que sólo perturbarían, ayuda al discípulo de la manera más íntima y oculta; mediante la transferencia directa del espíritu, según la expresión budista: "Así como con una vela encendida se (22) enciende, otra", así transmite el maestro el espíritu del arte genuino de corazón a corazón para que se ilumine. Si le fuera dado al discípulo, éste recordará (6 La raíz etimológica de "recordar" es "cor"- corazón. (N. d. T.).) que más importante que todas las obras exteriores, por cautivantes que sean, es la obra interior que debe realizar si ha de cumplir precisamente su destino de artista.
La obra interior consiste en que él, como hombre que es, como yo que se siente ser y como quien se reencuentra una y otra vez, se convierta en la materia prima de una plasmación y formación que desembocan en la maestría. En ella se encuentran el artista y el hombre, en el sentido más amplio de la palabra, en algo superior. Porque la maestría es válida como forma de vida por el hecho de vivir arraigada en la verdad sin límites y de ser, con su apoyo, el arte del origen. El maestro ya no busca, encuentra. Como artista es un hombre sacerdotal, como hombre un artista en cuyo corazón -en todo su hacer y no-hacer, crear y callar, ser y no-ser- penetra la mirada del Buda. El hombre, el artista, la obra, todo es uno. El arte de la obra interior que no se desprende del artista como la exterior, que él no puede hacer, sino únicamente ser, surge de profundidades que la luz del día no conoce
El camino hacia la maestría es empinado. Muchas veces lo único que mantiene en movimiento al discípulo es la fe en el maestro, en quien sólo ahora ve la maestría: con su vida le da ejemplo de la obra interior y lo convence con su sola presencia.
En esa etapa, la emulación del discípulo llega a su última madurez, y a través de la sucesión le hace participar en el espíritu de la maestría.
Hasta dónde llegará el alumno, esto se sustrae a la influencia del preceptor y maestro. Apenas le ha enseñado el camino, ya tiene que dejarlo para que siga solo. Una sola cosa le queda por hacer para que el discípulo soporte su soledad. lo desprende de sí mismo, del maestro, exhortándolo encarecidamente a ir más lejos que él, a "subirse sobre los hombros del maestro".
Dondequiera que le lleve su camino, el discípulo puede perder, de vista a su maestro, pero no olvidarlo. Con una gratitud dispuesta a cualquier sacrificio, gratitud que sustituye a la veneración incondicional del principiante, a la fe salva-dora del artista, le testimonia su lealtad. Innúmeros ejemplos, hasta del pasado más reciente, podrían demostrar que esa gratitud supera en mucho lo que es habitual entre los seres humanos.
Día tras día iba penetrando con mayor facilidad, como deslizándome, en la interpretación de la "Magna Doctrina", elevada en ceremonia en el arte de los arqueros, y la ejecutaba sin esfuerzo o, mejor dicho, me sentía conducido a través de ella como a través de un sueño. En este sentido se confirmó lo que el maestro
Había pronosticado. Sin embargo, no podía impedir que la concentración, confinada en sí misma, alcanzara únicamente hasta el instante del disparo. La expectante permanencia en la mayor tensión no sólo se desvanecía, perdiendo su energía potencial, sino que, al tornarse tan soportable, una y otra vez me arrancó de mi recogimiento obligándome a dirigir mi atención a provocar yo mismo el disparo.
"¡Deje de pensar en el disparo -exclamó el maestro- así tiene que fracasar!" "No puedo evitarlo ---contesté- la tensión ya se vuelve dolorosa". (23)
-"Sólo porque usted no está realmente desprendido de sí mismo, por eso lo siente. Y sin embargo, es todo tan sencillo. De una simple hoja de bambú usted puede aprender de qué se trata. Bajo el peso de la nieve se inclina, más y más. De repente, la carga se desliza y cae, sin que la hoja se haya movido. Igual que ella, permanezca en la mayor tensión, hasta tanto el disparo "caiga". Así es, en efecto: cuando la tensión está "cumplida", el tiro tiene que caer, desprenderse del arquero como la nieve de la hoja, aun antes que él lo haya pensado". Pese a todo mi propósito de dejar hacer y abstenerme de toda intervención, no me era posible esperar despreocupado hasta que el tiro "cayera", sino que lo provocaba deliberadamente. Y ese continuo fracaso me deprimía tanto más, cuanto que ya había cursado el tercer año. No negaré que hubo horas lúgubres en que me preguntaba si aún estaba justificado el sacrificio de tiempo, aparentemente fuera de toda relación concebible con cuanto había aprendido y experimentado hasta entonces. Me vino a la memoria la burlona observación de un compatriota acerca -de que realmente se podían encontrar en el Japón cosas más valiosas que ese arte improductivo, y su pregunta -que en aquel entonces había rechazado- de qué pensaba hacer más adelante con ese arte y ciencia, -de repente ya no me parecía tan absurda.
El maestro debe haber percibido lo que yo sentía, y por aquel entonces, así me contó más tarde el señor Komachiya, trató de estudiar una introducción a la filoso fía, en japonés, para descubrir de qué manera podría ayudarme desde un ángulo que me fuera más familiar. Pero finalmente lo dejó a un lado, disgustado y con la observación de que ahora comprendía mejor que a un hombre ocupado en semejantes cosas le resultaba sobremanera difícil adquirir el arte del tiro de arco.
Pasamos las vacaciones de verano a orillas del mar, en la soledad de un paisaje apartado y tranquilo, caracterizado por su austera belleza. Nuestros arcos constituían el equipaje más importante. Día y noche me preocupaba por la rea-lización del disparo, una suerte de idea fija que me hizo olvidar cada vez más el consejo del maestro de que debíamos practicar única y exclusivamente el desprendido recogimiento. Dando vueltas al asunto y examinando todas las posibilidades, llegué a la conclusión de que la falla no podía hallarse en la causa señalada por el maestro, o sea en mi incapacidad de liberarme de toda intención y de mi propio yo, sino sólo en que los dedos de la mano derecha encerraban el pulgar con demasiada firmeza. Cuanto más se hacía esperar el disparo, tanto más- espasmódicamente los apretaba, sin querer. He aquí el punto donde debo empezar, pensé. Pronto había encontrado una solución simple y a un tiempo plausible del problema. Si, una vez estirado el arco, soltaba cuidadosa y paulatinamente los dedos que aprisionaban el pulgar, llegaba el momento en que éste, libre ya, era arrancado en forma automática de su posición; el tiro se soltaba de manera fulminante y, a todas luces, "se caía como la nieve de la hoja de bambú". Ese descubrimiento me convencía sobre todo por su cautivante afinidad con la técnica del tiro de fusil, según la c y al, el dedo índice se va doblando con lentitud hasta que una presión insignificante vence la última resistencia.
Rápidamente me persuadía de haber encontrado el camino por cuanto casi todos los tiros, así me parecía al menos, resultaban suaves e imprevistos. Por cierto que, no me se escapaba el reverso de mi éxito: el trabajo de precisión de la mano derecha exigía toda mi atención. Pero me consolaba la perspectiva de que esa solución técnica llegaría a ser, poco a poco, tan habitual que ya no necesitaría atención alguna. Algún día, precisamente gracias a ella, me sería posible soltar el tiro incons (24) cientemente y permaneciendo, olvidado de mí mismo, en la mayor tensión. Es decir, que también en este caso la técnica se espiritualizaría. Cada vez más confiado por esa convicción, acallé mis propias dudas, pasé por alto las objeciones de mi esposa y tuve por fin la tranquilizadora sensación dé haber dado un paso decisivo hacia adelante.
Después de reiniciarse las clases, ya el primer tiro me pareció excelente. Se desprendió suave y de improviso. El maestro me miró un momento y luego, vacilante como quien no cree lo que ven sus ojos, dijo: "¡Otra vez, por favor!" El segundo tiro me pareció haber superado aún al primero. Entonces, sin decir una palabra, el maestro se me acercó, me tomó el arco de la mano y, dándome la espalda, se sentó en un almohadón. Comprendí lo que esto significaba y me fui. Al día siguiente, el señor Komachiya me dijo que el maestro se negaba a seguir enseñándome, porque había tratado de engañarle. Consternado sobremanera por esa interpretación de mi conducta, expliqué al señor Komachiya cómo se me había ocurrido ese método de soltar el disparo, porque veía que no adelantaba ni un paso. Gracias a su intervención, el maestro condescendió al fin, pero con la expresa condición de que yo prometiera no violar nunca más el espíritu de la "Magna Doctrina".
Si no me hubiera curado un profundo sentimiento de vergüenza, el comportamiento del maestro lo habría hecho. No mencionó siquiera el incidente; simplemente dijo: "Ya ve usted a qué llegamos si somos incapaces de permanecer, libres de intención, en el estado de máxima tensión. Usted ni siquiera puede permanecer en el aprendizaje sin preguntarse una y otra vez: ¿lo conseguiré? ¡Espere pacientemente lo que vendrá y cómo vendrá!" Observé que ya estaba cursando el cuarto año y que mi estada en el Japón era limitada.
"El camino hacia la meta es inconmensurable -contestó-. Entonces ¿qué significan semanas, meses, años?"
-"Pero ¿si tengo que interrumpir a mitad de camino?" -pregunté.
"Una vez que se haya desprendido realmente de su yo, puede interrumpir en cualquier momento. ¡Practíquelo pues!”
Y así volvimos a empezar desde el principio, como si todo lo aprendido hasta entonces hubiera sido inútil. Pero, igual que antes, me era imposible permanecer
sin intención en la mayor tensión, como si fuese imposible salir del viejo carril.
Así, un día le pregunté al maestro "Pero ¿cómo puede producirse el disparo, si no lo hago yo"?
"Ello dispara" --respondió.
-"Esto ya me lo dijo usted varias veces; formularé pues mi pregunta de otra manera: ¿cómo puedo esperar el disparo, olvidado de mí mismo, si `yo' ya no he de estar allí?"
"Ello permanece en la máxima tensión."
-"Y ¿quién o qué es ese Ello?"
-"Cuando haya comprendido esto, ya no me necesitará. Y si yo quisiera ponerle sobre la pista, ahorrándole la propia experiencia, sería el peor de los maestros y merecería ser despedido. ¡No hablemos más, pues, practiquemos!"
Durante semanas enteras no avancé un solo paso. En cambio comprobé que esto no me afectaba en lo mínimo. ¿Estaba cansado ya de todo? Que aprendie- (25) ra el arte o no; que supiera o no lo que el maestro quería decir con su "Ello"; que encontrara el acceso al Zen o no, todo esto me parecía de repente tan lejano, tan indiferente, que ya no me preocupaba. Varias veces me propuse confesárselo al maestro, pero frente a él me abandonó el valor. Estaba convencido de no escuchar otra cosa que la trillada respuesta: - "¡No pregunte; practique!" Entonces dejé de preguntar y por poco hubiera dejado también de practicar, si el maestro no me hubiese tenido tan firmemente en la mano. Vivía al día sin pensar en el mañana, cumplía en la mejor forma posible con mis obligaciones profesionales y finalmente hasta dejé de tomarme a pecho el que me era indiferente todo aquello a lo cual había dedicado, durante años, mis más persistentes esfuerzos.
De repente, un día, después de un tiro mío, el maestro hizo una profunda reverencia y dio por terminada la clase. Ante mi mirada perpleja exclamó: "¡Ello acaba de tirar!" Y cuando, por fin, comprendí lo que quería decir, no me fue posible reprimir una repentina expresión de alegría.
"Lo que dije -reprobó el maestro- no era un elogio, sólo una comprobación que no ha de tocarle. Y mi reverencia no estaba dirigida a usted, porque usted no tiene ningún mérito en ese tiro. Esta vez, usted permanecía, olvidado de sí mismo y de toda intención, en el estado de máxima tensión; entonces el disparó "cayó" como una fruta madura. Ahora siga practicando como si nada hubiese sucedido."
Después de bastante tiempo, y sólo de vez en cuando, hubo uno que otro tiro logrado que el maestro acogía, sin decir palabra, con una profunda reverencia. Cómo sucedía que se produjeran sin mi intervención, como por sí mismos; cómo era posible que mi mano derecha, firmemente cerrada, de pronto rebotara, abierta, hacia atrás, no lo sabía, ni lo sé explicar. El hecho es que así ocurría, y esto es lo único que importa. Pero por lo menos con el tiempo conseguí distinguir yo mismo los tiros logrados de los fallados. La diferencia cualitativa entre ellos es tan grande que una vez experimentada ya no puede pasar inadvertida. Para el observador, el tiro logrado se revela porque el rebote de la mano derecha se amortigua a tiempo, de modo que no sacude el cuerpo. Además, después de los tiros fallidos, el aliento retenido hasta entonces se descarga en forma explosiva, y hay que volver a inspirar a toda prisa. Después de tiros logrados, en cambio, el aliento sale deslizándose con suavidad, y uno vuelve a inspirar pausadamente. El corazón sigue latiendo con ritmo uniforme y tranquilo, y la concentración no perturbada permite iniciar, sin más, el siguiente disparo. Interiormente, para el arquero mismo, los tiros logrados le causan la sensación de que el día acabara de comenzar. Después de ellos se siente dispuesto a todo genuino no hacer. Es un estado sobremanera delicioso.
Pero quien se encuentre en él -advierte el maestro con una sutil sonrisa- hará bien en desentenderse de él, como si no lo sintiera. Sólo la total ecuanimidad es capaz de salir de él en forma tal que no tarde en volver.
"Supongo que lo peor, lo dejamos atrás -dije cierto día al maestro, cuando anunció que íbamos a pasar a nuevos ejercicios. "Al que debe caminar cien millas -respondió- nosotros le recomendamos que considere noventa como la mitad. Lo nuevo, de lo cual se trata ahora, es el tiro al blanco."
Hasta entonces, el blanco (y paraflechas al mismo tiempo) había sido un rodillo de paja en un caballete de madera, frente al cual uno se coloca a distancia de aproximadamente dos largos de flecha. El blanco, en cambio, colocado a una distancia de unos 60 metros, está apoyado sobre una especie de terraplén de arena, elevado y de base ancha, encerrado por tres paredes y protegido, igual que la (26) galería donde se aposta el arquero por un techo de tejas hermosamente arqueado.
Ambas galerías están unidas por altos tabiques de tablones que ocultan hacia el exterior el recinto donde suceden cosas tan extrañas.
El maestro mostró el tiro al blanco. Sus dos flechas se clavaron en el centro. Luego nos invitó a que ejecutáramos la ceremonia exactamente igual que antes y, sin dejarnos influir en lo más mínimo por la presencia del blanco, esperáramos en estado de máxima tensión hasta que "cayera" el disparo. Nuestras delgadas flechas de bambú volaban en la dirección indicada, por cierto, pero algunas ni siquiera daban en la arena, ni mucho menos en el blanco, sino que se, clavaban delante de él en la tierra.
"Sus flechas no alcanzan el blanco, por que espiritualmente no llega bastante lejos. Ustedes tienen que asumir una actitud íntima, como si el blanco se encontrara a distancia infinita. Para nosotros, los maestros arqueros, es un hecho conocido y confirmado por la experiencia cotidiana que un buen arquero con un arco de mediana potencia llega más lejos que otro, carente de espíritu, con el más fuerte de los arcos. Luego, no depende del arco, sino de la `presencia de espíritu', de la vivacidad y vigilia con que tiran. Mas para desencadenar la mayor tensión en esa vigilia espiritual, ustedes deben ejecutar la ceremonia de una manera distinta a como la han hecho hasta ahora, más o menos como baila un verdadero danzarín.
Haciéndolo, los movimientos de sus miembros partirán de aquel centro del cual surge la buena respiración. Entonces la ceremonia, en vez de desarrollarse como una cosa aprendida de memoria, parecerá creada según la inspiración del momento, de suerte que la danza y el danzarín sean una y la misma cosa. Si representan la ceremonia a semejanza de una danza ritual, su vigilia espiritual llegará al máximo."
No sé en qué medida conseguí entonces "danzar" la ceremonia para animarla así desde él centro. Es cierto que mis tiros ya no eran cortos, pero aún no daban en el blanco. Y esto me hizo preguntar al maestro por qué todavía no nos había explicado cómo apuntar. Debía de haber, suponía yo, una relación entre el blanco y la punta de la flecha, y por ende una manera probada de dirigir la puntería para dar en el blanco con mayor facilidad.
"Por supuesto que existe -respondió el maestro- y le será fácil encontrarla por sí mismo. Pero si entonces casi todas sus flechas dan en el blanco, usted no será otra cosa que un artista del arco que puede exhibirse en público. Para el ambicioso que cuenta sus impactos, el blanco es un mísero pedazo de papel que sus flechas desgarran. Para la "Magna Doctrina" de los arqueros, esto es lisa y llanamente diabólico. Ella nada sabe de un blanco erigido a una determinada distancia del arquero. La única meta que conoce es aquélla que -de ninguna manera puede alcanzarse técnicamente, y esa meta la llama -si es que le da algún nombre-, Buda." Después de estas palabras, pronunciadas como si se sobreentendieran, el maestro nos invitó a observar bien sus ojos mientras tiraba. Igual que durante la ceremonia, estaban casi cerrados, de modo que no causaban la impresión de que estuviera apuntando.
Dócilmente practicamos, permitiendo que ello disparara, sin tomar puntería. Por de pronto, no me preocupaba por el destino de mis flechas. Ni siquiera me excitaba por uno que otro acierto ocasional, porque sabía perfectamente que se debían al azar. Pero a la larga no soportaba ese tirar a la buena de Dios y recaí en (27) la tentación de cavilar. El maestro hacía como si no se diera cuenta de mi Confusión, hasta que un día le confesé que me sentía desorientado.
-"Usted se preocupa en vano -me consoló-; deje de pensar en los aciertos. Usted puede llegar a ser un maestro arquero aunque no todas las flechas den en el blanco. Los impactos en aquel blanco no son más que pruebas y confirmaciones exteriores de su no-intención, "ayoidad", recogimiento o como quiera llamar a ese estado. La maestría tiene sus niveles, y sólo quien haya alcanzado el último no podrá ya errar la meta exterior tampoco."
"Esto es precisamente lo que no comprendo, respondí. Creo entender a qué se refiere usted al hablar de la meta verdadera, íntima, a la cual debemos acertar. Pero cómo es posible que la meta exterior, el blanco de papel, reciba el impacto sin que el arquero haya tomado puntería, de modo que los aciertos confirmen exteriormente lo que interiormente sucede. Esa coincidencia no la comprendo."
"Usted se equivoca -observo el maestro después de un rato- si cree que una comprensión, aunque sea medianamente plausible, de esas misteriosas relaciones podría ayudarle. Se trata de fenómenos inalcanzables para el intelecto. No olvide que, aun en la naturaleza, existen coincidencias incomprensibles y, no obstante, tan ciertas que nos acostumbramos a ellas como si se sobreentendieran. Le daré un ejemplo que me ha ocupado muchas veces: la araña "danza" su red sin saber nada de la existencia de moscas que quedarán atrapadas en ella. La mosca, danzando despreocupadamente en un rayo de sol, se enreda sin saber lo que le ESPERA. Mas a través de ambas danza "Ello", y lo interior y lo exterior son uno en esa danza. De la misma manera, el arquero da en el blanco sin apuntar exteriormente. Mejor no se lo puedo explicar."
Por más que esa comparación me diera que pensar -sin ser capaz, por supuesto, de seguirla hasta su últimas consecuencias- algo en mí me impedía sentirme aliviado y seguir practicando despreocupadamente. Una objeción, que en el transcurso de las semanas se perfilaba cada vez más nítidamente, exigía expresarse. Por eso pregunté: "¿No será concebible, por lo menos, que usted, con su práctica de decenios, maneje el arco y la flecha, involuntariamente y con la seguridad del sonámbulo, de tal suerte que, sin apuntar conscientemente, dé en el blanco; y simplemente no pueda ya errar?"
El maestro, acostumbrado desde hacía mucho a mis fastidiosas preguntas, sacudió la cabeza. "No voy a negar -dijo después de meditabundo silencio- que podría haber algo de lo que usted acaba de decir. Me pongo frente al blanco de modo que tengo que verlo, aunque no me fije en él intencionalmente. Pero por otra parte sé que el verlo no es suficiente, que no decide, ni explica nada, porque veo el blanco como si no lo viera."
"Entonces tendría que acertar aun con los ojos vendados -se me escapó.
El maestro me dirigió una mirada que me hizo temer haberle ofendido. Luego dijo: "¡Venga esta noche!"
Me senté frente a él sobre un almohadón. Me ofreció té, sin decir palabra.
Así estuvimos sentados un largo rato. El único ruido que se escuchaba era el zumbido del agua en la pava sobre las brasas. Por fin, el maestro se levantó y me hizo seña de que le siguiera. La galería de práctica estaba intensamente iluminada. El (28) maestro me indicó que metiera una -86- velita de sahumar, larga y delgada como una aguja de tejer, en la arena delante del blanco, pero sin encender la luz en una oscuridad tal que ni siquiera percibía yo los contornos del blanco, y si no se hubiera visto la minúscula lucecita de la vela, tal vez hubiese vislumbrado el lugar del blanco, pero sin poder determinarlo con precisión alguna. El maestro "danzó" la ceremonia. Su primera flecha voló desde la brillante claridad hacia la noche cerrada. Por el ruido del impacto reconocí que había dado en el blanco. También la segunda acertó. Cuando encendí la luz junto al blanco comprobé perplejo que la primera flecha se hallaba en el centro mismo del círculo negro, mientras la segunda había astillado la muesca de la primera y hendido parte del asta antes de clavarse en el centro junto a aquélla. No me atreví a sacarlas, sino que se las llevé al maestro junto con el blanco.
El maestro lo examinó con mirada escudriñadora. Luego dijo: "Tal vez dirá usted que el primer tiro no era ninguna hazaña, puesto que hace muchas décadas estoy tan familiarizado con mi galería de tiro que aun en la más profunda oscuridad debo saber dónde se halla el blanco. Puede ser, y no trataré de negarlo. Pero la segunda flecha que partió en dos a la primera, ¿qué le parece? Yo, por lo menos, sé que no soy yo a quien ha de acreditarse ese tiro. "Ello" tiró y "ello" acertó. ¡Inclinémonos ante la meta como ante el Buda!"
Evidentemente, las dos flechas del maestro también hicieron impacto en mí. Como si me hubiera transformado de la noche a la mañana, ya no me sentía tentado a preocuparme por mis flechas y su destino. Por añadidura, el maestro me afianzaba aún en esa actitud no mirando jamás al blanco, sino observando únicamente al arquero, como si esto le permitiera comprobar de la manera más precisa el resultado del tiro. Cuando le pregunté, lo admitió sin reserva, y yo sólo podía comprobar una y otra vez que la precisión de su juicio acerca de los tiros no era inferior en nada a la de sus flechas. De esta suerte, concentrado profundamente él mismo, transmitía el espíritu de su arte a los discípulos, y no vaciló en confirmar, en virtud de mi propia experiencia -de que había dudado durante bastante tiempo- que cuanto se decía con respecto a una comunicación directa no era mera fantasía, sino un fenómeno de realidad palpable. En aquella época el maestro me prestaba aún otra ayuda que también llamaba transferencia inmediata del espíritu. Cuando mis flechas erraban continuamente, él disparaba algunos tiros con mi arco. La mejoría era asombrosa; era como si el arco se dejara estirar de otra manera, como si fuese más dócil, más comprensivo. Y no sólo a mí me sucedía esto. Incluso sus discípulos más antiguos y experimentados, hombres de las más diversas ocupaciones, lo daban por sentado y les causaba extrañeza que yo preguntara como quien quiere cerciorarse sin lugar a dudas. Así también los maestros de la espada se mantienen firmes, ante cualquier objeción, en su convicción -de que toda espada, forjada con infinito esmero y arduo trabajo, asimila el espíritu del espadero quien, por lo tanto, se pone a trabajar vestido con ornamentos rituales. Sus experiencias son demasiado inequívocas, y ellos demasiado experimentados como para no percibir "la voz" de una espada.
Cierto día, en el instante en que se desprendió mi tiro, el maestro exclamó
"¡Allí está! ¡Inclínese!"
Cuando después inspeccioné el blanco -lamentablemente no podía abstenerme de hacerlo- comprobé que la, flecha sólo le había rozado el borde. "Este fue un tiro logrado -decidió el maestro- v así tiene que empezar. Pero es suficiente por (29) hoy; porque si seguimos, usted se esmeraría particularmente y echaría a perder el buen comienzo."
Con el tiempo disparé a veces varios tiros seguidos que dieron en el blanco, -aparte, por supuesto, de muchos fallados. Pero cuando yo daba la menor señal de orgullo, el maestro me reprendía con inusitada brusquedad. "¿Qué le sucede? -solía exclamar. Ya sabe que no debe enojarse por los tiros fallados. Pero tampoco debe regocijarse con los logrados. Tiene que desprenderse de ese fluctuar entre placer y desplacer. Tiene que aprender a sobreponerse a ello con libre ecuanimidad, alegrándose como si otro hubiese hecho esos disparos. Esto también tiene que practicarlo incansablemente. No se imagina cuánta importancia tiene."
En esas semanas y meses cursé la escuela más dura de toda mi vida, y aunque no siempre me era fácil adaptarme, llegué a comprender con el tiempo cuánto le debía. Aniquiló en mí los últimos vestigios de la necesidad de ocuparme conmigo mismo y con las fluctuaciones de mis estados de ánimo. "¿Comprende usted ahora -me preguntó el maestro después de un tiro especialmente bien logrado -lo que quiere decir `Ello' dispara, `Ello' acierta?"
"Me temo -respondí- que ya no comprendo nada; hasta lo más sencillo -90- se me vuelve confuso. ¿Soy yo quien estira el arco, o es el arco que me atrae al es-tado de máxima tensión? ¿Soy yo quien da en el blanco, o es el blanco que acierta en mí? ¿El `Ello' es espiritual, visto con los ojos del cuerpo, o corporal, visto con los del espíritu? ¿Es ambas cosas o ninguna? Todo eso: el arco, la flecha, el blanco y yo estamos enredados de tal manera que ya no me es posible separar nada. Y hasta el deseo de separar ha desaparecido. Porque, apenas tomo el arco y disparo, todo se vuelve tan claro, tan unívoco y tan ridículamente simple..."
- "En este mismo instante -me interrumpió el maestro- la cuerda del arco acaba de atravesarle a usted por el centro."
7
Más de cinco años habían transcurrido cuando el maestro nos propuso rendir un examen. "No se trata tan sólo -nos explicó- de que ustedes muestren su destreza. Un valor más alto aún se asigna al estado espiritual del arquero, que ha de expresarse hasta en su menor gesto. Yo, por lo menos, espero de ustedes ante todo que no se dejen influir, por la presencia de los espectadores, sino que ejecuten la ceremonia con la misma despreocupación como si estuviéramos solos, igual que hasta ahora."
Tampoco nos preparamos para el examen en las semanas siguientes, ni se habló de él, y muchas veces se interrumpió la clase después de unos pocos disparos. En cambio, el maestro nos impuso el deber de ejecutar en casa la ceremonia con sus pasos y actitudes, y sobre todo con la correcta respiración y el profundo recogimiento.
Practicamos de la manera indicada, y apenas nos habíamos acostumbrado a danzar la ceremonia sin arco ni flecha, descubrimos que a los pocos pasos ya nos sentíamos inusitadamente concentrados. Y esto tanto más cuanto más cuidábamos de facilitar la concentración por medio de la relajación corporal iniciada sin ningún esfuerzo. Cuando después, en la clase, volvíamos a practicar con arco y flecha, (30) esos ejercicios domésticos surtían un efecto retroactivo tan duradero que con la mayor facilidad entrábamos, como deslizándonos, en el estado de la "presencia de espíritu". Nos sentíamos tan protegidos que esperábamos sosegadamente el día del examen y la presencia de los espectadores. Aprobamos el examen en tal forma que el maestro no tuvo que solicitar, con una turbada sonrisa, la benevolencia de los espectadores. Se nos otorgaron diplomas que fueron escritos en el acto y en los cuales se indicaba el grado de maestría que cada uno de nosotros había alcanzado.
El maestro, ataviado con su vestimenta más suntuosa, dio fin a la prueba con dos tiros magistrales. Pocos días después, mi esposa recibió además en un examen público el título de maestra en arreglos florales.
De ahí en adelante, la enseñanza fue adoptando un nuevo cariz. Conformándose con unos pocos tiros de práctica, el maestro empezó a exponer en forma coherente la "Magna Doctrina" del tiro de arco, adaptándola a los niveles que habíamos alcanzado. Aunque se expresara por medio de misteriosas imágenes y oscuras metáforas, las más sutiles insinuaciones eran suficientes para hacernos comprender de qué se trataba. De la manera más explícita se explayaba sobre la esencia del "arte sin artificio" en el cual tiene que desembocar el tiro de arco si ha de llegar a su consumación. "Quien es capaz -dijo- de tirar con el cuerno de la liebre y el pelo de la tortuga, o sea de dar en el centro sin arco (cuerno) ni flecha (pelo), sólo aquél es maestro en el sentido más elevado de la palabra, maestro del arte sin artificio. Más aún: él mismo es el arte sin artificio y por ende maestro y no maestro en uno. Al dar esta vuelta, el tiro de arco, como movimiento inmóvil, como danza sin danza, se convierte en Zen."
Cuando una vez le pregunté al maestro cómo podríamos seguir progresando con prescindencia -de él, después de haber regresado a nuestra patria, contestó: "Su pregunta ya recibió respuesta cuando les recomendé que se sometieran a un examen. Ustedes han llegado a un nivel donde maestro y discípulo ya no son dos, sino uno. Por eso pueden separarse de mí en cualquier momento. Aunque se extiendan vastos mares entre nosotros, siempre estaré presente cuando ustedes se ejerciten como lo aprendieron. No tengo que pedirles que bajo ningún pretexto dejen de practicar con regularidad, ni dejen pasar un día sin ejecutar la ceremonia, aunque sea sin arco ni flecha, o por lo menos sin respirar según las reglas del arte. No tengo que pedírselo, porque sé que ya no podrán abandonar jamás el tiro de arco espiritual (7 "La oración es una flecha apuntada al oído de Dios." G. Meyrink, El Ángel de la Ventana de Poniente. (N. d. T.). No me escriban nunca al respecto, pero mándenme de vez en cuando una fotografía que muestre cómo ustedes estiran el arco.
Entonces sabré todo lo que necesito saber.
Una sola cosa debo advertirles. Los dos han cambiado en el transcurso de estos años. Esta es la consecuencia del arte del tiro de arco: un enfrentamiento del arquero consigo mismo que penetra hasta las últimas profundidades. Probablemente no se habrán dado cuenta, pero lo sentirán sin duda cuando se reencuentren en su país con sus amigos y relaciones; ya no habrá la misma armonía de antes. Ustedes ven muchas cosas de manera distinta y miden con otras medidas.
Lo mismo me ha sucedido a mí y le sucede a cualquiera que sea tocado por el espíritu de este arte."
En -el momento de la despedida, que no era tal, el maestro me entregó el mejor de sus arcos. "Cuando usted tire con este arco, sentirá que la maestría del (31) maestro está presente. ¡Que no lo toque la mano de ningún curioso! Y cuando lo haya superado, no lo guarde como recuerdo! ¡Destrúyalo, que no quede nada de él; nada más que un puñado de ceniza!"
8
A pesar de todo lo dicho, mucho me temo que en más de uno haya surgido la sospecha de que el tiro de arco, desde que quedó eliminado de la lucha de hombre a hombre, haya sobrevivido gracias a una afectada espiritualidad. Por ende, que se haya sublimado de una manera poco sana. No puedo criticarlos por pensar así.
Es conveniente subrayar una vez más que el Zen no sólo en los últimos tiempos ha influido de manera fundamental en las artes japonesas y por supuesto en el arte del tiro de arco. Lo viene haciendo desde hace muchos siglos. En consecuencia, un maestro arquero de tiempos remotos, que debía salir airoso de la prueba quién sabe cuántas veces, no hubiera podido decir otra cosa acerca de la esencia de su arte de cuanto dice un maestro en quien vive la "Magna Doctrina". A través de las centurias, el espíritu de ese arte ha permanecido idéntico, tan inalterable como el mismo Zen.
Sin embargo, para disipar toda posible duda y, lo sé por experiencia propia, comprensible, echemos una mirada a otro arte cuya importancia para el combate aún hoy no puede negarse: el arte de la espada. Esto nos permitirá establecer una comparación. Tal cosa se me ocurre no sólo porque el maestro Awa también sabía manejar "espiritualmente" la espada, -por lo cual señalaba a veces la excitante coincidencia entre las experiencias de los maestros del arco y de la espada-, sino sobre todo, porque de aquella época en que la caballería estaba en su apogeo y en que los espadachines tenían que ser capaces de demostrar su maestría de la manera más irrefutable entre la vida y la muerte, de aquella época, pues, existe un documento literario de primer orden. Es un tratado de Takuan, gran maestro del Zen, titulado La Aprehensión Inmutable, donde se expone detalladamente la relación entre el Zen y el arte de la espada y por ende también la práctica de la esgrima.
No sé si es el único documento que interpreta de una manera tan amplia y original la "Magna Doctrina" de la maestría de la espada; tampoco sé si testimonios similares existen con respecto al arte de tiro de arco. Pero una cosa es segura es una gran suerte que el relato de Takuan se haya conservado y un gran mérito de D. T. Suzuki el de haber traducido, casi completa, esa carta dirigida a un célebre maestro de la espada, poniéndola así al alcance de numerosos lectores (8 Daisetz Suzuki: “El Zen y la Cultura Japonesa”, pgs. 69-81. Edit. PAIDOS) . Ordenando y resumiendo el contenido del citado documento, trataré de destacar con mis propias palabras, y de la manera más clara y concisa posible, lo que hace siglos ya se comprendía por el arte de la espada y lo que según la opinión unánime de grandes maestros, debe comprenderse aún hoy.
En virtud de aleccionadoras experiencias, hechas tanto en ellos mismos como en sus discípulos, los maestros de la espada consideran un hecho que el principiante, por fuerte y combativo, por valiente e intrépido que sea por naturaleza, pierde al comenzar la enseñanza su despreocupada naturalidad y además la con- (32) fianza en sí mismo. Ahora llega a conocer todas las posibilidades técnicas de poner en peligro la vida durante el combate, y aunque pronto es capaz de concentrar su atención al máximo, de vigilar al adversario de la manera más despierta, de parar sus estocadas con exactitud y de hacer eficaces asaltos, se halla en una situación peor que antes cuando daba golpes a diestro y siniestro y al azar, mitad en broma, mitad en serio, según la inspiración del momento y del ardor bélico durante los combates de práctica. Tiene que admitir ahora, y resignarse a ello, que se encuentra en condiciones de inferioridad frente a cualquiera que sea más fuerte, ágil y experimentado, y que estará expuesto sin piedad a sus certeros golpes. No ve ante sí otro camino que el de la ejercitación incansable, y por de pronto su maestro tampoco sabe aconsejarle otra cosa. Así, el aprendiz se esfuerza al máximo por superar a los demás y hasta a sí mismo. Adquiere una cautivante técnica que le devuelve parte de su seguridad perdida y se siente cada vez más cerca de la anhelada meta.
El maestro, empero, no opina lo mismo, y con razón, nos asegura Takuan: porque toda la destreza del aprendiz conducirá únicamente a que "su corazón será arrebatado por la espada".
Sin embargo, la primera enseñanza no puede darse de otra manera; es la más apropiada para el principiante. Mas a pesar de ello no conduce a la meta, y el maestro lo sabe perfectamente. Es inevitable que el novicio, pese a su celo y posible habilidad innata; no se convertirá en maestro. Pero ¿cuál es la razón por la cual el que desde hace mucho ha aprendido a no arrebatarse de ardor bélico sino a conservar la sangre fría el que sabe conservar prudentemente sus fuerzas, se siente preparado para el duelo más prolongado y apenas si encuentra ya un adversario igual en millas a la redonda, no obstante, medido por las normas últimas, fracase y se vea impedido de progresar?
Según Takuan, esto se debe a que no puede abstenerse de observar cuidadosamente al adversario y su manera de manejar la espada; a que reflexiona cuál será el mejor modo de atacarlo y espera el momento en que baje la defensa. En resumidas cuentas, se debe a que recurre a toda su arte y ciencia. Procediendo así, dice Takuan, pierde "la presencia del corazón": y el decisivo golpe de siempre llega tarde, por lo cual no es capaz "de volver contra quien la empuña" la espada del adversario. Cuanto más se empeñe en encomendar su superioridad con la espada a su reflexión, al aprovechamiento consciente de su destreza, a su experiencia de combate y su táctica, tanto más inhibe la libre movilidad en el "obrar del corazón".
¿Cómo se puede remediar esto? ¿Cómo se torna `espiritual" la destreza? ¿Cómo se convierte el dominio soberano de la técnica en el arte magistral de la espada? La respuesta es: el aprendiz lo logrará únicamente si se desprende de toda intención y de su propio yo. Tiene que alcanzar un estado en que se desprenda no sólo de su contrincante, sino también de sí mismo. Tiene que atravesar la etapa en que se halla, dejarla atrás aunque corra el peligro de fracasar definitivamente.
¿No suena esto tan absurdo como en el tiro de arco la exigencia de dar en el blanco sin tomar puntería, o sea, de olvidarse completamente de la meta y de la intención de alcanzarla? Sin embargo, tengamos presente que el arte de la espada, cuya esencia describe Takuan, ha probado su eficacia en mil combates.
Incumbe al maestro y a su responsabilidad encontrar, no el camino propiamente dicho, pero sí el "cómo" de ese camino hacia la última meta, adaptándose a la peculiaridad del aprendiz. Primeramente se empeñará en acostumbrarle a eludir instintivamente los golpes aunque lleguen de improviso. En una deliciosa anécdota, (33) con esa difícil misión (9 Para establecer una comparación recomiendo el tratado "Deber das Marionéttentheater" de H. von Kleist. Desde puntos de partida muy diferentes, Kleist se acerca asombrosamente al tema aquí expuesto.). De modo que, por decirlo así, el aprendiz ha de adquirir un nuevo sentido o, mejor dicho, una nueva presencia de todos sus sentidos que le permita esquivar como presintiéndolos, los golpes que le amenazan. Una vez que domine ese arte de hurtar el cuerpo, ya no tendrá necesidad de seguir con indivisa atención los movimientos de su enemigo o de varios enemigos a la vez. En el mismo instante en que ve y presiente lo que está por suceder, ya se ha sustraído instintivamente a los efectos de tal acción, "sin que mediara el grosor de un pelo" entre percibir el peligro y esquivarlo (10 Es el mismo maestro a quien Takuan dirigió su carta sobre "La Aprehensión Inmutable".). De eso se trata pues, de la inmediata y fulminante reacción que puede prescindir de toda observación consciente. De esta suerte el aprendiz se independiza, por lo menos en ese sentido, de toda intención consciente, con lo cual ya ha ganado mucho.
D. T. Suzuki describe el método sumamente original de un maestro para cumplir
Mucho más difícil, empero, y realmente decisiva en cuanto al resultado, es la tarea posterior de impedir que el aprendiz reflexione y busque cómo atacar mejor al adversario, pues no debe pensar siquiera que tal adversario existe y que es cuestión de vida y muerte.
Por de pronto, el novicio comprende esas instrucciones -y no puede de otra manera- en el sentido de que le bastará privarse de observar a su rival y de reflexionar acerca de todo cuanto se relaciona con su comportamiento. Seriamente se propone abstenerse y se controla en cada paso. Pero procediendo así se le escapa el hecho de que, concentrándose en sí mismo, no puede verse sino como el combatiente que debe abstenerse de observar a su contrincante. Por más que se empeñe en ese sentido, siempre lo vigilará secretamente. Sólo en apariencia se ha desprendido de él, en realidad está más vinculado que nunca.
El maestro deberá recurrir a su más sutil psicología para convencer al discípulo de que, con ese desplazamiento de la atención, en el fondo no ha ganado. Tiene que aprender á desprenderse de sí mismo tan decisivamente como de adversario, volviéndose no-intencionado de la manera más radical. Y esto requiere gran dosis de paciente e infructuosa ejercitación, igual que el tiro de arco. Una vez que esos ejercicios dan resultado, en la no-intencionalidad alcanzada habrá desaparecido el último vestigio de intención, de empeño.
En ese estado de desprendimiento y no-intencionalidad surge espontáneamente una actitud que ofrece sorprendente afinidad con la capacidad instintiva de esquivar, alcanzada en la etapa anterior. Tal como en ésta no media el grosor de un pelo entre percibir un golpe y eludirlo, tampoco ahora hay distancia entre esquivar y atacar. En el momento de evitar el golpe, el combatiente ya prepara el suyo y, antes de que él mismo se dé cuenta, da una mortífera estocada, certera e irresistible. Es como si la espada se manejara a sí misma, y así como respecto del tiro de arco debe decirse que "Ello" apunta y acierta, también en este caso el "Ello" sustituye al yo, sirviéndose (le las aptitudes y habilidades que éste adquirió con su consciente esfuerzo. Y también ahora, "Ello" no es más que un nombre de algo que no puede comprenderse ni atraparse y que se revela únicamente a quien lo haya, experimentado.
Según Takuan, la consumación del arte de la espada consiste en que el corazón ya no es afectado por ningún pensamiento sobre yo y tú, el adversario y su (34) espada, la propia espada y su manejo, y ni siquiera sobre la vida y la muerte. "Luego, todo es vacío: tú mismo, la espada que se blande y los brazos que la manejan.
Más aún, hasta la idea de vacío ha desaparecido." "De ese vacío absoluto -declara Takuan- surge el milagroso despliegue de la acción."
Lo que vale con respecto al tiro de arco y la esgrima es aplicable, en el mismo sentido, a todas las demás artes. Así, para mencionar otro ejemplo, la maestría del pintor a la tinta china se revela precisamente en que la mano, dueña incondicional de la técnica, ejecuta y visualiza la idea que simultáneamente está creando el espíritu, sin que medie el grosor de un pelo. La pintura se convierte en escritura automática, y también en este caso, la instrucción para el pintor podría ser ' la siguiente: observa durante diez años el bambú, conviértete en bambú, luego olvídate de todo y pinta.
El maestro de la espada ha vuelto a la despreocupación natural del principiante. Esa espontaneidad que perdió al iniciarse la enseñanza, la recupera como elemento indestructible de su carácter: Mas, a diferencia del principiante, es reservado, sereno y modesto y le falta completamente toda presunción. Es que entre los estados del noviciado y de la maestría han transcurrido largos y fecundos años de incansable ejercitación. Bajo la influencia del Zen, la destreza se ha espiritualizado; el practicante, empero, venciéndose a sí mismo y liberándose de escalón en escalón, se ha transformado. Ya no desenvaina con facilidad la espada, convertida en su "alma". Lo hace sólo cuando es inevitable. Y puede suceder que evite el combate con un adversario indigno, un bruto que se jacta de sus músculos, tomando sobre sí, con una sonrisa, el oprobio de cobardía; mientras que, en otro momento, movido por el mayor respeto a su adversario, puede insistir en una lucha que a éste no ha de traerle más que una muerte honrosa. Aquí aparecen concepciones que han determinado la ética samurai, el incomparable "camino del caballero" o bushido. Para el maestro de la espada se halla por encima de todo, por encima de la gloria, la victoria y hasta la vida, la "espada de la verdad" que él ha experimentado y que lo juzga.
Como el principiante, el maestro de la espada no conoce el miedo, pero a diferencia, de aquél se torna cada vez más insensible a lo que pueda causar miedo. A través de años de ininterrumpida meditación ha llegado a vivencias que la vida y la, muerte son, en el fondo, una y la misma cosa y pertenecen a un mismo plano del destino. Por eso ya no conoce ni la angustia de la vida ni el temor a la muerte.
Le gusta -y esto es muy característico del Len- vivir en el mundo, pero dispuesto en todo momento a abandonarlo, sin que le afecte la idea de la muerte. No es casualidad que el samurai se haya elegido, como símbolo más puro de su filosofía, la delicada flor del cerezo. Así como un pétalo, reflejando el tenue rayo del sol matinal, se desprende y serenamente se desliza hacia el suelo, así también el hombre intrépido debe saber desprenderse de la existencia silencioso e impasible.
Estar libre del miedo a la muerte no significa que, en los buenos momentos, uno crea no estremecerse ante ella y confíe en saber afrontar la prueba. Quien domina la vida y la muerte está libre de todo temor, a tal punto que ya no es capaz de experimentar la sensación de miedo. Quien no conozca por experiencia propia el poder de la meditación seria y prolongada, no puede imaginarse qué victorias sobre nosotros mismos nos permite lograr. Sea como fuere, el maestro consumando revela, a cada paso su arrojo no con sus palabras sino con su comportamiento; uno lo percibe y se siente profundamente impresionado. Por eso, la intrepidez imperturbable ya es de por sí, maestría que, como no puede ser de otro modo, sólo pocos (35) alcanzan realmente. Para dar testimonio también de esto, citaré literalmente un pasaje del Hagakure que data de mediados del siglo XVII:
"Yagyu Tajima-no-kami era un gran maestro de la espada y enseñaba el arte al shogun (11 Mariscal del Imperio. (N. d. T.). Tokugawa Jyemitsu. Cierto día, uno de los guardianes del shogun se acercó a Tajima-no-kami y pidió que le enseñara. El maestro dijo: "Según veo, ya sois maestro de la espada. Decidme, os ruego, a qué escuela pertenecéis, antes que entremos en una relación de maestro y discípuloEl guardián contestó: "Me avergüenza confesar que jamás aprendí el arte."
"¿Os burláis de mí? Soy el maestro del venerable shogun y sé que mi ojo no me engaña."
"Lamento ofender vuestro honor, pero la verdad es que no tengo ningún conocimiento del arte." Frente a esta decidida negativa, el maestro vaciló un momento; al final dijo: "Si vos lo afirmáis, así será. Pero seguramente sois maestro de alguna otra disciplina, aunque no veo bien cuál es."
"Como insistís en ello, os diré. Hay una sola cosa de la cual puedo considerarme maestro consumado. Cuando aún era muchacho, se me ocurrió que, siendo Samurai, no debía temer a la muerte en ningún caso y desde entonces -ya hace algunos años- he luchado continuamente con la cuestión de la muerte, hasta que he dejado de preocuparme. ¿Tal vez será esto lo que vuestra merced señala?"
"Exactamente --exclamó Tajima-n-kami-- esto es. Me alegro de que mi juicio haya sido acertado, pues el último secreto del arte de la espada reside también en estar liberado de la idea de la muerte. A centenares de alumnos les he mostrado esa meta, pero hasta hoy ninguna ha alcanzado el grado supremo en el arte de la espada. Vos no necesitáis ningún ejercicio, ya sois maestro."
Desde tiempos remotos, la sala donde se practica el arte de la espada se denomina: Lugar de la Iluminación.
Todo maestro de un arte determinado por el Zen es como un relámpago generado por la nube de la verdad omnímoda. Ella está presente en la libre movilidad de su espíritu, y en el "Ello" la encuentra como en su propia esencia original e innombrable. Con esa esencia se enfrenta una y otra vez como con la suprema posibilidad de su propio ser; y la Verdad adopta para él -y a través de él para otro mil formas y aspectos. Pero a pesar de haberse sometido paciente y humildemente a una inaudita disciplina no ha alcanzado el nivel donde estuviere tan rigurosamente compenetrado e inspirado por el Zen como para que en cualquier expresión de su vida se sienta sostenido por él, de manera que su existencia conozca únicamente horas felices. La suprema libertad aún no se le ha convertido en necesidad absoluta.
Si se siente irresistiblemente impulsado hacia esta meta tiene que encaminarse una vez más por el sendero del arte sin artificio. Tiene que dar el salto hacia el origen (12 Metáfora del autor basada en un juego de palabras: Ursprung – origen, Ur-sprung salto hacia el origen o salto originario. (N. d. T ) para que viva desde la Verdad como quien se ha identificado íntegramente con ella. Tiene que volver a ser alumno, novicio; tienen que vencer el último y más escarpado tramo del camino, pasando a través de nuevas transmutaciones. Si sale airoso de esta aventura, entonces su destino se consumará en el enfrentamiento con la Verdad no refractada, la Verdad que está por encima de todas las verdades, el amorfo origen de todos los orígenes: la Nada que lo es todo, la Nada que le devorará y de la cual volverá a nacer. (36)